El nuevo Estatuto
Actualizado: GuardarEntró en el Congreso, hace dos semanas, la proposición de reforma del Estatuto de Autonomía para Andalucía. Una norma tan importante y en la que tendremos la última palabra sobre su aceptación o rechazo, allá por febrero, con influencia directa sobre nuestra vida cotidiana y nuestras ciudades, que la mayoría no conoce. Más grave aún es que políticos que han trabajado en él y quienes deberían promover el debate, para que cada uno extraiga sus propias opiniones, tampoco contribuyan a su conocimiento, adjudicándole etiquetas falsas para descalificarlo.
Para empezar, su oportunidad. Se dice que era innecesaria hacer esta reforma porque los andaluces no la habían pedido, como si cada ley en nuestro sistema surgiera o se derogara por una voluntad asamblearia, o como si los partidos no manifestaran también, por sí mismos, la voluntad popular. Lo que esconde esta crítica es la desconfianza de que la autonomía, como descentralización política, solucione o mejore los problemas. Hay quien cree, legítimamente, en el centralismo, para el que cualquier aumento de la autonomía parece significar más gastos, más descontrol y, en último caso, debilitación del Estado. Cualquier momento para aumentar la autonomía será siempre inoportuno. Si no defienden claramente su centralismo es porque lo consideran impopular, lo cual es grave porque adulteran el debate y dejan sin representación a quienes piensan así. Para quienes creen que la autonomía es beneficiosa y que poco más se pudo avanzar hace 25 años contra la desconfianza en un sistema poco experimentado, ahora es el momento de la ampliación.
Se acusa también que la autonomía andaluza se reforma para dar cobertura a la catalana. Esa dependencia se desmonta sólo con comparar las fechas de los dos procesos. El presidente de la Junta habló en el Parlamento Andaluz de esta reforma en junio de 2001 y la concretó en mayo de 2002. Hasta octubre de ese mismo año no se aprobó en el Parlament catalán una propuesta de ampliar su Estatut. Por cierto, el Plan Ibarretxe se anunció en septiembre de 2001 y se presentó en octubre de 2003. No menospreciemos la capacidad andaluza de iniciativa.
Otra gran barbaridad es que el nuevo Estatuto es ambiguo con nuestra condición de españoles, cuando a España se cita hasta 23 veces en el texto y a la Constitución otras 51 veces. Que es mucho para que no quede claro en qué nación está cada uno. Algo constitucionalmente compatible con ser nacionalidad histórica. La famosa «realidad nacional» aparece tan de tapadillo en la verborrea del tan facundo Preámbulo que si desapareciera no iba a echarse de menos. Porque se equivocan quienes creen que se consigue más porque en la tarjeta de visita se engorden los títulos. Los currículos, aconsejan, mejor de una hoja.
Y queda, en fin, el articulado. Me distraje comparándolo con el recién aprobado, por consenso, Estatuto valenciano. Por ser Comunidad gobernada por el PP que, de momento, se opone a la reforma andaluza y porque nadie ha acusado de separatista a su Estatuto, a pesar de que incluya una cláusula de ampliación de competencias hasta igualar las máximas que consiga cualquier otra Autonomía o que regule el derecho a la enseñanza y la administración en lengua valenciana, con territorios donde predomine sobre el español. Lo que en Cataluña es un escándalo, allí no. Vistos uno y otro, andaluces y valencianos redactamos igual la condición, los símbolos, la identidad en el exterior, la elección de Presidente, las instituciones de autogobierno, la presencia en Bruselas, los convenios con otras Comunidades. Nosotros nos damos más derechos sociales. ¿Por qué, entonces, allí es posible el consenso y aquí no? Sólo me sorprende el mal trato que reciben allí las ciudades, dado que esa ha sido una crítica incongruente de la presidenta del Grupo Popular, Teófila Martínez, al Estatuto andaluz. Mientras aquí se reconocen a los Ayuntamientos hasta 14 competencias propias, más las que se establezcan por ley, en Valencia no tienen ninguna y se rigen por subsidiariedad, delegando competencias sólo a los Ayuntamientos «que puedan asumirlas». Algo que aquí nadie toleraría. Porque la descentralización exige cercanía. Esa ventaja.