![](/cadiz/pg060603/prensa/fotos/200606/03/066D6CA-CUL-P2_1.jpg)
Sinfonía de amor y muerte
Actualizado: GuardarEl arte cierto, como el verdadero amor, o la propia muerte, está hecho de principios eternos». Lo escribió Jean Cocteau, en los años treinta, después de un par de décadas en las que, paradójicamente, no se cansó de bramar contra las formas convencionales, tópicas, de la expresión creativa, entre ellas la ópera, un género para el que predijo «la más dolorosa de las agonías». En fin, también los genios se equivocan. A veces, por lo visto, estrepitosamente.
La Bohéme es, sin duda, un acopio preciso, puntual, hasta matemático, de materiales imperecederos: en sus sinfonías encajan la alegría, la esperanza, el sueño, el dolor, el amor, la muerte, en una proporción justa y equilibrada. Puccini trenzó con estos mimbres inmortales una obra maestra, capaz de hacer reír y llorar, de conmover a generaciones enteras de hombrecitos y mujercitas con muy pocas cosas en común. Para demostrarlo, sólo había que echar un vistazo al palco de butacas del Villamarta treinta segundos escasos después de que Rodolfo se rompiera el alma gritando el nombre de su amada muerta. El señor encorbatado y el estudiante barbudo que me acompañaban hacían ímprobos esfuerzos por no perder la compostura. Obviamente, también acudió el jueves al coliseo lo más exquisito de la morralla cultural jerezana: tipos y tipas con la sensibilidad de cemento, que visten a sus respectivos de pipiolos de gala para participar de un acto social en el que poco importa si sobre el escenario canta Ainhoa Arteta o cuentan chistes Fofó, Miliki y sus payasos.
En cualquier caso, La Bohéme funcionó plenamente. Arteta estuvo colmada de voz y de carácter, De la Mora superó las previsiones y María Rey-Joly y Francisco Santiago, como Musetta y Colline, respectivamente, arrancaron las mayores ovaciones del público, si exceptuamos las que se dedicaron al dúo protagonista. Acierto absoluto en la elección del reparto; acierto en la dirección musical (exquisita, la Orquesta Manuel de Falla), y acierto en la escenografía, un ejemplo diáfano de cómo la falta de recursos puede suplirse con talento e imaginación: expresionismo, cubismo y orientalismo dibujaron un marco arriesgado. Para actualizar a Puccini no hicieron falta variaciones argumentales, ni se tocó una sola nota de la partitura original: bastó con situar la acción en el París bohemio de la Posguerra, y los personajes transmitieron con la misma intensidad y la misma viveza, con la misma frescura, que cuando el autor los pintó hace casi dos siglos.