Memoria y poesía
Actualizado:Una de las obsesiones que acompañaron a Octavio Paz durante los últimos años de su vida fue el lugar destinado a la poesía en las sociedades modernas. El nobel mexicano sostenía que la palabra poética era el mejor antídoto contra el olvido, y no se refería simplemente al ejercicio de aprender versos de memoria, que es una sana gimnasia contra el deterioro neuronal, sino a cuanto esa palabra atesora dentro de sí misma como señal de origen e identidad. Un pueblo que se olvida de la poesía -decía- termina olvidándose de sí mismo, algo así como si padeciera colectivamente la enfermedad de alzheimer, hasta el punto de no saber nada de su verdadera historia, de sus antepasados y de su discurrir. En las sociedades antiguas el poeta reproducía los latidos del corazón y sus versos eran el testimonio más vivo de la existencia de su gente. Todavía, cuando viajamos a países no demasiados occidentalizados, percibimos la presencia del poeta como el guardián de las palabras de los otros, algo que ya no le pertenece, pero que sin embargo transcribe e interpreta como su oficio más preciado. Esas palabras no son las que nos sirven, por ejemplo, para leer el periódico, comprar y vender o charlar con el vecino. Son otro tipo de palabras que unidas azarosamente por vez primera aciertan a nombrar lo indescriptible. El ser humano necesita darle nombre a los sentimientos para experimentarlos en su totalidad. De esta misma manera, la poesía señala la parte de la realidad que no vemos, aquella que aparentemente se nos oculta, pero que es tan real como la tierra que pisamos. Divisando ese otro lado de la vida podemos llegar, si no a comprenderla, sí a zambullirnos en su plenitud, al menos por el momento que dura una metáfora. «Palabra en el tiempo» que dijera Machado, o «palabra suspendida sin instante», que señalara Paz, la poesía es como una voz o el eco de una voz primigenia que permanece para decir quiénes somos. Por eso acallarla significa borrarnos por completo a nosotros mismos.
Quizás en este mundo cada vez más uniforme no importe demasiado perder la memoria. Incluso podría pensarse que existe un interés por lo contrario. Desmemoriados todos, vagaremos por la vida sin saber nada de nuestro nombre ni de nuestro rumbo, sentiremos poco y pensaremos menos. Lo más fácil es entonces someter a la poesía a un severo proceso de transformación: se le peina, se le viste a la moda, se le conduce por el camino del sentido común, se le rescata de la locura y se cambia su lengua por palabras vulgares, so pretexto de hacerla más de todos. Su pensamiento es débil y su verbo gregario. Ya los poetas se parecen más a los notarios que a aquellos guardianes de la palabra originaria. Se les presenta en las ferias y en los reportajes como a modistos o tenistas, hombres normales que escriben versos sobre el hoy, sin el ayer, sin el mañana, sin la memoria que es de todos.