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LA GLORIETA

La plancha

MABEL CABALLERO<br><br>mcaballero@lavozdigital.com/
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Hace tres meses decidí dejar de planchar y estoy muy orgullosa de celebrar ese aniversario. Me ha costado, no crean, porque a veces me da la tentación y miro alguna camisa bonita en un escaparate y digo: «¿Lo hago o no lo hago? Pero luego digo: «No, no y no»... Y si la tentación es demasiado fuerte, me como un chicle o me meto al probador y me coloco un parche.

La verdad es que decidí dejarlo por problemas de salud. Me dolía la espalda, las piernas y me quedaba dormida viendo Mujeres desesperadas, e intentando dominar un cuello que se resistía a los chorros de vapor. Eso me ha ocasionado dos o tres cicatrices en el antebrazo izquierdo y es ahí cuando dije: «Basta».

Desde que hice una consulta profesional, sigo el protocolo rigurosamente. Entro en una tienda, veo algo que me gusta. Me agrada el color (cualquier cosa excepto el azul cobalto, por favor), me queda bien y por último, aguanto la respiración mientras agarro la etiqueta. Si dice: «Poliester», doy saltos de alegría ante el estupor de la dependienta. Si debajo del correspondiente Made in China reza: «100 algodón» o si (el colmo) la etiqueta proclama orgullosa: «Seda pura» o «auténtico lino», doy media vuelta y salgo de la tienda.

Llevo haciéndo eso, como decía, desde hace tres meses pero ha sido un largo proceso hasta llegar hasta aquí. Desde que Sonny Crockett dejó la pequeña pantalla y Adolfo Domínguez renunció a su lema («La arruga es bella») voy dándome cabezazos por las esquinas... de las tiendas, se entiende. El único que hacen ropa estrujada con la que uno puede salir a la calle -y es mucho decir- es Issey Miyake, pero no está al alcance de mi bolsillo. Mientras tanto, toca seguir con el síndrome de abstinencia.