La suerte como protagonista
El jurado destaca la renovación literaria realizada por un autor que ha dado relevancia a lo accidental en la vida
Actualizado:Cosas del azar. El escritor estadounidense Paul Auster (Newark, 1947) recibió ayer la noticia de que ha-bía ganado el Príncipe de Asturias de las Letras mientras estaba a poco más de 500 kilómetros de Oviedo, cerca de la localidad portuguesa de Sintra, dirigiendo una película. Al autor que más ha profundizado en los juegos de la casualidad, en la trascendencia de un encuentro inesperado, una llamada equivocada, una palabra escuchada sin intención de hacerlo, el azar le tenía reservado conocer el más importante premio de su carrera mientras se dedicaba a una actividad que le resulta atractiva pero que es secundaria para él: el cine. Todo un símbolo, casual una vez más, para un escritor en quien el jurado del Príncipe de Asturias ha valorado «su renovación literaria» uniendo las tradiciones americana y europea y su capacidad «para innovar el relato cinematográfico e incorporar a la literatura algunas de sus aportaciones».
Auster, cuyo nombre ya había sonado otros años, compitió en las últimas votaciones con otros dos autores judíos como él: el israelí Amos Oz y el también estadounidense Philip Roth, candidato eterno al Nobel y a quien, a juzgar por las palabras de Fernando Sánchez-Dragó, miembro del jurado, le ha perjudicado el hecho de que su delicado estado de salud podría haberle impedido acudir a recoger el galardón.
El autor de Trilogía de Nueva York, hijo de una familia acomodada pero no muy amante de la lectura, decidió su futuro por otro golpe de azar. Un día, uno de sus tíos pasó por su casa de camino a Europa y dejó unas cajas llenas de libros. Auster tenía 15 años cuando leyó Crimen y castigo. Al terminarlo, Dostoievski se había convertido en uno de sus ídolos y él había decidido que quería ser escritor.
Su vida desde entonces parece una planificada tarea de acumulación de experiencias destinadas a ser volcadas en sus libros, pero el propio Auster no aceptaría esa interpretación. La secuencia es más o menos ésta: un viaje a Europa en su juventud en compañía de su primera esposa, Lydia Davis, con la que compartió aprietos económicos que le obligaron a trabajar como encuestador, camarero, jardinero y guardián de finca; regreso a EE UU para enrolarse en un petrolero, trabajos como traductor de poesía francesa... y nueva intervención del azar. Su padre muere a edad temprana y él cobra una notable herencia que le permite dedicarse a la literatura. Su primera novela, Jugada de presión, fue publicada con seudónimo y pasó inadvertida. Pero poco después, a mediados de los ochenta, los tres volúmenes que componen la Trilogía de Nueva York le lanzaron a la fama.
Destilado del cerebro
Desde entonces, Auster ha vivido encerrado en su casa, escribiendo -en una vieja máquina olympia, sólo recientemente ha adquirido un ordenador obligado por contrato por su editor- las historias que fermentan en su cerebro durante años. Así ha pergeñado un puñado de tramas y personajes que se entrecruzan y en los que se combinan realidad y ficción de manera difícil de diferenciar para el lector porque hasta nombres e iniciales coinciden muchas veces con las suyas o las de sus allegados.
Su estilo sencillo en apariencia como instrumento para unos relatos tras los que no hay investigación alguna («todo está destilado de mi cerebro», ha explicado) se ha convertido en marca de la casa. Con él y con esos personajes frágiles (los últimos protagonistas de sus libros formarían una «corte de los hombres debilitados», ha dicho con ironía) se ha hecho popular entre un público fiel y numeroso.
Meses atrás, la junta municipal de Brooklyn, el distrito de Nueva York donde vive y al que ha añadido una dosis más de glamour, por si fuera necesaria, declaró el 26 de febrero día de Paul Auster. No es una exageración porque su fama en todo el mundo es tal que allá donde va es objeto de recibimientos multitudinarios propios de estrellas del rock.
Hasta ahora, se consideraba joven para recibir algunos premios. A los 59 años está en edad de alcanzarlos y en disposición de hacer lo que le venga en gana, como criticar sin piedad la política de Bush. El problema es el tiempo, el calendario que le recuerda que le queda menos del vivido. «He perdido a tanta gente querida que ya hablo tanto con los muertos como con los vivos, y llegará un momento en que hablaré sólo con fantasmas», ha dicho. Uno de sus primeros libros, La invención de la soledad, lo escribió para encontrar sentido a la vida de su padre. Este contador de historias seguirá escribiendo, lo ha anunciado, para explicar la vida de los demás antes de que la muerte, uno de los grandes temas de sus libros, le deje sin argumentos.