La España ideal y la España real
Actualizado: GuardarPocas veces como en el debate de política general de ayer, -que sirvió de balance de la primera mitad de la legislatura-, fue más chirriante el contraste entre las dos visiones confrontadas que exhibieron los principales antagonistas, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición. Ni Zapatero, al dibujar una España ideal sin conflictos y con todos sus problemas encarrilados, ni Rajoy, al describir una negra coyuntura cargada de malos presagios y abrumada por el desgobierno, el sectarismo y la incompetencia, acertaron a señalar los trazos de la España real, cargada de claroscuros, reclamada por los gozos y las sombras del presente y, en términos generales, más satisfecha con lo que tiene que inquieta por lo que le falta.
Zapatero, en efecto, atrajo hacia sí los calificativos unánimes de «autocomplaciente» y «triunfalista» por la intervención inaugural, lógicamente encaminada a destacar -y a exagerar-, los logros y a orillar las carencias, pero probablemente demasiado descriptiva y poco política. De hecho, sorprendió que el jefe del Ejecutivo obviara al principio el debate territorial, que está en pleno fragor, y se detuviese en cambio demasiado tiempo en ensalzar la coyuntura económica, que aunque contiene elementos polémicos no era ayer el tema más pertinente para el balance y el contraste.
Pero la respuesta de Rajoy no fue una contrapropuesta, un catálogo de opciones y soluciones alternativas a las del Gobierno, sino más bien un desahogo. Un desahogo sorprendentemente escueto -esbozado en poco más de media hora-, como si apenas quisiera cubrir el expediente. Como se ha dicho, Zapatero había pasado de puntillas sobre la cuestión territorial, cosa inexplicable cuando la actualidad política ha versado en este pasado año y verse todavía sobre este asunto; todo indicaba que el presidente del Gobierno aguardaba que su principal contendiente fuese quien introdujera este debate pero no se dio el caso: en su intervención central, Rajoy no tuvo interés en regresar al Estatuto catalán, ni en proponer fórmulas de revisión por consenso de la estructura del Estado. Las alusiones a la política territorial llegaron después, ya en las réplicas y dúplicas. De hecho, la propia estructura del discurso de Rajoy fue insólita: remachó al comienzo su posición ya conocida de apoyo al Gobierno frente a ETA, siempre que no se produzca negociación política; contradijo al presidente del Gobierno en diversas materias concretas -economía, inmigración, seguridad ciudadana, educación, vivienda, política exterior-, en tono cansino, sin demasiado énfasis ni pormenor, y, finalmente, dedicó los últimos minutos a enunciar su concepto de España como «nación de ciudadanos» y a formular en tono doliente y dramático dos graves acusaciones a Zapatero: la de generar incertidumbre y la de sembrar discordia entre españoles. Rajoy afeó con razón la errada intransigencia socialista de formar con ERC el Pacto del Tinell contra el PP y la ignominia de construir el lema del PSC en pro del «sí» al Estatuto sobre un insulto a la formación de Rajoy. Pero ni siquiera se advirtió en la entonación del líder de la oposición esa irritación creativa que estimula las propias energías y desemboca en saludable competitividad: por el énfasis, el presidente del PP pareció más interesado en salvar su honor y el de su partido que en pugnar políticamente por una victoria que ayer no se vislumbró ni como una esperanza en el fondo de sus palabras.