Algo más que filípicas y catilinarias
Actualizado:Cuando l político Godoy, conocido como Príncipe de la Paz, le preguntó a Leandro Fernández de Moratín qué opinión le merecía un canónigo de Zaragoza llamado Escóiquiz, el escritor le contestó: «Sería asunto de gran especulación mercantil comprarle por lo que vale y venderlo por lo que él cree que vale». Con algunos deanes ideológicos que pretenden hacer alta política y pululan por las pedanías de la ilegalidad pasa lo mismo. En una entrevista publicada ayer en el diario Gara, Pernando Barrena, dirigente de la ilegalizada Batasuna, decía que el PSOE y el Gobierno están bloqueando el «proceso de paz» y llevándolo a un espacio de diálogo técnico político que perseguiría el mero desarme de ETA y punto final, y que las muestras de violencia más relevantes provienen de las amenazas de la judicatura y de otros aparatos del Estado.
Una filípica es una invectiva, una censura acre. La expresión proviene de las cuatro arengas que pronunció Demóstenes contra Filipo, rey de Macedonia, cuando este amenazaba la independencia de Grecia, hace veinticuatro siglos. A imitación de Demóstenes, Cicerón tituló también filípicas a las catorce oraciones que pronunció sobre asuntos públicos, principalmente contra Antonio. En cambio una catilinaria, según el mismo diccionario, es «un escrito de acusación vehemente dirigido contra alguna persona». La voz tiene su origen en las cuatro célebres piezas que Cicerón, siendo cónsul romano en el año 65, a. de C. leyó en el Senado contra Lucio Sergio Catilina, jefe de una vasta conspiración tramada contra la libertad de Roma. Aquí, cuando ya nos habíamos acostumbrado a las inflamadas filípicas de Otegi resulta que tenemos que soportar las invectivas de Barrena. Ya sabemos que las declaraciones de los dirigentes de Batasuna están hechas para consumo interno y carecen de lógica. Pero cuando se convierten en amenazas, injurias y calumnias son otra cosa. Y están perfectamente tipificadas en las leyes.