Pedro Quintero: servidor del evangelio y apasionado por la libertad
Actualizado:Ayer, en el Hospital Puerta del Mar, se nos murió Pedro Quintero, un sacerdote isleño que en su dilatada actividad pastoral, supo conjugar la fidelidad inquebrantable al Evangelio con una profunda pasión por la libertad. Permanentemente atento a todo lo que pasaba en su entorno, este ser íntegro y sin doblez, valiente, osado y declarado enemigo de las medias tintas, estaba especialmente dotado de una notable habilidad para colorear los tiempos oscuros y los espacios grises. En las diferentes tareas que le encomendaron los obispos -Ceuta, San Roque, El Colorao, San Fernando y Cádiz- ejerció el ministerio sacerdotal con sinceridad y con pasión.
Pedro Quintero era una de esas personas a las que el cuerpo se les había quedado pequeño. Por eso, a veces, nos daba la impresión de que, igual que ocurre con los baúles repletos de objetos, sus abundantes contenidos intelectuales, estéticos y afectivos, presionados en un espacio tan insuficiente, se le escapaban, libres, por las ventanas abiertas de par en par de sus cinco sentidos. Si algo caracterizaba a este cura singular por encima de todas sus cualidades, era el vigor con el que encaraba las dificultades de la vida, la fortaleza con la que afrontaba las adversidades y la firmeza con la que defendía sus convicciones. Vigor, fortaleza y firmeza -no siempre comprendidas ni valoradas- eran los exponentes de la amplitud y de la densidad de su vida interior. A lo largo de su dilatada trayectoria pastoral no paró de nutrir su mente de ideas, de proyectos y de ilusiones que, progresivamente, se hacían más compactas, más sólidas y más consistentes.
Pedro, no sólo estaba en permanente búsqueda de información, sino que examinaba los datos con rigor, los analizaba minuciosamente, cuestionaba el sentido de los hábitos sociales y sometía a una crítica exhaustiva las noticias que le llegaban por las distintas fuentes y por los múltiples canales informativos. Por eso estaba tan lleno; por eso, a veces, nos daba la impresión de que era categórico en sus juicios, rebelde en sus decisiones, resistente en sus posturas y combativo en sus compromisos. Consciente de sus propios límites, era exigente con los demás porque era estricto consigo mismo. Hasta sus últimas horas de vida seguía siendo un joven entusiasta y apasionado, y un hombre recio y cabal, que estaba firmemente asentado en la convicción profunda de la suprema la dignidad del ser humano. Esta certeza, alimentada en la lectura del Evangelio, constituía, a nuestro juicio, el origen de su entusiasmo y la explicación de su reciedumbre: la fuente de la que extraía la luz para fijar altas metas y las fuerzas para proseguir por rutas empinadas.
Su entusiasmo -que no era una momentánea e ingenua exultación ni una altisonante fanfarronería- estaba apoyado en la confianza de la validez de los valores evangélicos. Su reciedumbre, que no era áspera tosquedad ni brusca rudeza, estaba curtida en duras luchas libradas, a veces, en circunstancias adversas. Plenamente consciente de su fragilidad, era un luchador -nos dice Cecilio Herrera Esteban- que estaba animado por el deseo insobornable de servir a los demás construyendo comunidad como forma libre y gratuita de sanar la vida humana.
Sincero, cabal y firme, iluminado por la fe y animado por la esperanza, no necesitaba de peanas para ganar en estatura. Su talla -como afirma José Carlos Muñoz García- poseía las amplias medidas de su gallardía ante la adversidad y las anchas dimensiones de su entrega noble, alegre y generosa a la alta misión que ha ejercido. Los que hemos gozado de la fortuna de haber sido durante muchos años depositarios de su afecto y de su confianza nos sentimos apenados y agradecidos. Que descanse en paz.