Buenos Aires. Último capítulo. Los niños
Actualizado: GuardarPor las noches, aprovechan los semáforos rojos para colocarse delante de los coches y hacer malabares a cambio de unas monedas. Tienen cinco, siete, ocho años. Algunos llevan cigarrillos entre los dedos.
A la salida de los restaurantes, llegan a menudo furgonetas con restos de comida que han sobrado en algunas celebraciones privadas. Los niños se amontonan alrededor de las bandejas y asaltan como pueden los platos usados. En las cafeterías, interrumpen las charlas de la gente para ofrecerles unos lápices, una pulsera de plástico de segunda mano, cualquier cosa a cambio de dinero o de un trozo de pan. Aprovechan de paso para echar una mirada al televisor con la boca abierta y regresar, por un momento, gracias a unos dibujos animados, a la infancia arrancada; hasta que el camarero se encarga -no sin dolor- de devolverlos a su madurez postiza, de devolverlos a la calle.
En el mercado de San Telmo, donde los turistas buscamos compulsivamente regalos antiguos, una niña se sienta en su sillita con un pequeño bandoneón del que no saca ningún sonido, y allí pasa la mañana aburrida, absorta enmedio de los viandantes, cumpliendo rigurosamente con su extraña jornada laboral.
Son los niños de América. Sin escuela, sin cuarto propio, sin videojuegos, sin cumpleaños en el Macdonalds. Niños que trabajan, que cuentan el dinero, que no ven gente, sino eventuales compradores. Nosotros los miramos desde nuestra mesa, en el bar. Hacemos un pequeño silencio, y luego intentamos seguir charlando como si nada hubiera pasado, como si no tuviéramos corazón. Levantamos el vaso, sorbemos un trago, y echamos la impotecia para abajo con el amargor de la cerveza.