La realidad nacional
Actualizado: GuardarUn eterano y enjuto conductor de un «petit taxi» serpenteaba hábilmente de un carril a otro por las concurridas calles y bulevares de Tánger, camino de la Universidad Abdelamalek Essadi, cuando, seguro de la procedencia andaluza de su cliente, nos preguntó con prudente sarcasmo: ¿Y qué es la realidad nacional?
Le podríamos haber recordado los argumentos expuestos recientemente por nuestros políticos en el debate estatutario celebrado en el Hospital de las Cinco Llagas, sede del Parlamento de Andalucía: el valor del Preámbulo, las comparaciones entre Andalucía y Cataluña, los hechos diferenciales, el sistema de financiación, el régimen competencial, las «declaraciones de derechos», las relaciones con el Estado... Como casi todos los habitantes de Tánger, el avejentado taxista estaba al día de la política española tanto o más que los españoles, y a este señor no le hubiera supuesto un especial esfuerzo entablar una conversación sobre estos temas. Pero la escena que de pronto nos mostraron las calles tangerinas, en otras ocasiones desapercibida, nos brindó otra respuesta, tan esclarecedora como inesperada, a la pregunta que hoy nos hacemos tantos andaluces: ¿Qué es la realidad nacional?
En ese momento ya habíamos dejado atrás la Avenida de España y, tras sortear a numerosos viandantes que imprudentemente se cruzaban sin orden por las calles de la antigua Tingis, el pequeño coche azul encaró la Avenida Habib Bourghiba, la Plaza El Koweit y la Avenida Sidi Mohamed Ben Abdellah, todas ellas presididas por la estampa ¯difícil de encontrar en muchas de nuestras ciudades¯ de las banderas españolas ondeando en el Colegio Español, el Instituto Cervantes, el Consulado General de España, el Instituto Severo Ochoa y el Hospital Español. A esa hora, última de la mañana, cientos de jóvenes estudiantes marroquíes salían y entraban de los centros escolares del Ministerio de Educación, y, en su camino, se cruzaban con otros miles de tangerinos que esperaban pacientemente su turno en la cola del Consulado con el fin de obtener el visado necesario para venir a España y, con el paso de los años, quizás ser españoles.
Fue el mismo taxista quien, reconociendo sin complejos su afecto por España, respondió a su pregunta: ¿Esto sí que es una realidad nacional!
Esta anécdota nos recuerda que España vive actualmente un proceso de reformas estatutarias que merece una serena reflexión: en Aragón ya se concibe el Estatuto como un modo de blindar el agua del río Ebro, Valencia ha aprobado la reintegración del «entramado institucional del histórico Reino de Valencia», algunas Comunidades Autónomas planifican las «posibilidades» de la competencia exclusiva sobre consultas populares, diversos representantes políticos defienden foros de discusión entre el País Vasco y Navarra, en Cataluña se prepara la nueva bilateralidad a la vez que se anuncian técnicas de dudosa calidad democrática en el ámbito de la educación, la libertad de prensa, la rotulación de establecimientos o el comercio de productos turísticos; y Andalucía será próximamente una «realidad nacional».
No es de extrañar que los departamentos universitarios europeos con más prestigio en el estudio sobre temas territoriales atiendan con tanto interés como inquietud a nuestras reformas estatutarias, cuyos contenidos federales y confederales se unen a otros tan desconocidos en Derecho Comparado que, según aseguran algunos expertos, con toda seguridad España deberá ser de nuevo redefinida como Estado, sin que las actuales categorías conceptuales sirvan a tal objeto. Quizás la expresión «policentralismo» pueda calificar este conglomerado de insaciables y centralistas burocracias autonómicas que agravarán lo que el profesor Alejandro Nieto calificó certeramente como la «nueva organización del desgobierno», sobre todo, en gasto público: para salvar su constitucionalidad, la doctrina jurídica y los propios Estatutos prevén la existencia de tantas comisiones bilaterales, organismos mixtos, instancias paritarias, consejos de justicia, consorcios y otros entes nuevos que, como pronto se comprobará, una de las principales consecuencias de las reformas será destinar más dinero a los gastos administrativos, los cargos políticos de confianza, los coches oficiales, las dietas por viajes, las reuniones y comidas de trabajo y los procedimientos de cogestión. Las propuestas estatutarias no han optado por las más modernas, contrastadas y eficaces técnicas del «buen federalismo cooperativo», muy perfeccionadas en los últimos quince años por los Estados descentralizados, sino por «invenciones sin experimentar» que se combinan con las técnicas del denominado «mal federalismo cooperativo», abandonadas hace más de cuatro décadas en los Estados federales por el despilfarro y la ineficacia que provocan. Los efectos paralizantes de este modo anticuado, caduco e ineficiente de organización política, letal para la gestión pública y para la toma de decisiones, los ha descrito con precisión Thomas Darnstädt.
Pero, ¿por qué en España se ha preferido acometer la necesaria reforma de nuestro sistema territorial a través de procedimientos sin contrastar que se mezclan con métodos ineficaces y conflictivos superados hace décadas en otros Estados? ¿Por qué en España se replantea una las conquistas más grandes de nuestra civilización, fruto de doscientos años de constitucionalismo: la Declaración de los Derechos, cuyo monopolio ejercitado por el poder constituyente de 1978 en una sola y única Declaración para todos los ciudadanos se sustituye ahora por la concurrencia desigual de diversas «declaraciones de derechos»? ¿Y por qué se desoye a los historiadores cuando advierten el retroceso que supone para Andalucía que su Estatuto encorsete el depósito cultural de su historia trimilenaria en los estrechos límites de la expresión «realidad nacional» o de «nación», concepto muy limitado y problemático al que se da naturaleza jurídica (soberanía nacional) a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX?
Mientras buscamos respuestas a estas preguntas, quizás quepa recordar, como explica la más autorizada doctrina federalista, que en todo Estado descentralizado llega un momento en que el nivel de los poderes territoriales no se mide por la cantidad de las competencias o por la calificación jurídica de los poderes autonómicos, sino por la riqueza de sus ciudadanos, la innovación de sus empresas y los recursos públicos para financiar esas competencias. Conocidos ejemplos hay en el mundo de Estados federados relegados al último puesto en el ranking de sus países, a pesar disfrutar del máximo de competencias.