Los cien mil nietos de Muñoz
Actualizado: GuardarHace casi un año –faltan cinco se-manas– que el único equipo re-presentativo de la ciudad, su única seña de identidad colectiva más allá del mar y el carnaval, regresó a la cumbre nacional del único deporte. Aquel 18 de junio, a las ocho de la tarde, miles de gaditanos se lanzaron a las calles con esa euforia ecuménica que sólo provoca el fútbol. Esa irreflexiva e infantil alegría hizo que San Severiano y Bahía Blanca fueran el festivo Highbury que dibujaron Nick Hornby y Colin Firth en Fuera de juego. Permitió que la gente se saludara por la calle sin conocerse y los vecinos más groseros se sintieran hermanos durante dos horas.
Todos querían celebrar el adiós al agujero en el que las limitaciones y la corrupción de varios dirigentes y periodistas –rodeados de falsas leyendas de prestigio– metieron a su equipo allá por los primeros 90, justo cuando llegaba el maná de la tele privada. Tras ese hundimiento, llegaron nueve años de humildad forzosa y dos de moderado progreso. Por eso, el retorno provocó una alegría equivalente a una década de frustración, a dos lustros de rabia, a cien meses de constante decepción. El ascenso, tan brillante como accidental, se asumió como una excusa para inyectar ilusión colectiva a otros retos de la ciudad, los verdaderos.
Aunque sin el genio de Camus, Galeano y Cela, son muchos los que buscan constantes paralelismos entre el fútbol y la vida, los que consideran que cada cosa que ocurre en el césped y la grada es un eufemismo aplicable fuera del estadio.
El césped como escenario
Ese paralelismo entre lo deportivo y lo cotidiano ha resultado visible para muchos durante esta temporada... pero en negativo. En vez de lograr que la ciudad se contagiara de esa alegría futbolera vivida la pasada primavera, se diría que ha sido el fútbol el que se ha contaminado de los defectos que la sociedad gaditana parece empeñada en mostrar hace muchas temporadas.
Así, al igual que muchos gaditanos parecen obcecados por competir en lo que resulta imposible de medir (la gracia, la tradición, el ingenio, el arte de vivir...) y olvidarse de lo que sí puede cuantificarse con números (cantidad de empresas, renta per capita, porcentaje de licenciados, número de guarderías, plazas hospitalarias, población con empleo, número de barcos construidos...) el equipo parece satisfecho con mostrar valores imposibles de resumir en cifras (la afición más simpática, la hinchada más fiel, el equipo más entregado, el estadio más ruidoso...) y ha fracasado en todo lo que tiene que ver, de veras, con su reto deportivo (goles anotados, tiros a puerta, partidos ganados, puntos obtenidos...).
Así las cosas, la ciudad y su equipo de fútbol parecen disfrutar proclamándose campeones morales de la nada. Siendo colistas en casi todo.
La palabra ‘derrotista’
Para mayor similitud entre sociedad y juego, la reacción mayoritaria ante el fracaso es la misma con que se asume cualquier otra carencia en la ciudad: analizar poco, actuar menos, echar las culpas a los demás y, sobre todo, tachar a los que osen transmitir la menor crítica como derrotistas. Según la Real Academia, el derrotismo consiste en la «tendencia a propagar el desaliento en el propio entorno con noticias o ideas pesimistas acerca del resultado de cualquier empeño». Así escrito, parece deplorable, pero nunca puede confundirse con la sinceridad o con la crítica que trata de contribuir –aunque yerre en forma o fondo– a cambiar, a mejorar una situación.
En esta ciudad, si uno dice que algo no le gusta o comenta algo que cree mejorable (especialmente si se trata de una comparsa, un libro y un partido del Cádiz) se convierte sin remisión en ignorante o derrotista. Los que así piensan deben preferir los beneficios que aportan los que dicen a todo que sí, los que aplauden por sistema, reparten halagos como fariseos y ocultan cualquier opinión aunque sea solicitada con franqueza.
Derrotista es la palabra favorita de este tipo de aficionado (o trabajador, o ama de casa, desempleado o estudiante). Son los que se dan por contentos con lo poco que sucede en su ciudad, con lo poco que han disfrutado en su estadio.
Son los que creen que ser pobre (la ciudad, el barrio, el equipo) exime de la responsabilidad de luchar para mejorar.
Son los que piensan que ser simpático, gracioso y vividor permite que el resultado (y la nómina, y el contrato, y la limpieza pública..) dé igual, que las mejoras llegan solas y que ir a una reunión de vecinos, a una asamblea de socios, reunión de padres o debate político es una carajotada, una pérdida de tiempo para enterados o imbéciles que no saben disfrutar de las cosas buenas de la vida. Como si querer ganar no fuera compatible con disfrutar. Como si pelear para que una empresa gaditana sea competitiva y tenga miles de empleos supusiera el cierre de la playa.
Ayúdame, que yo no quiero
Son los que creen que los demás (la Junta, Teófila, un árbitro, el Osasuna, el Zaragoza, Zona Franca, un empresario cordobés, la Iglesia o una ONG) deben venir a rescatarles, a ayudarles, simplemente porque son gaditanos, tienen mucho arte y lo merecen. Son los que esperaban goles en otros campos sin reparar que el Cádiz fue incapaz de ganarle al Dépor, a la Real, al Mallorca, al Betis... en el propio.
Son los que gritan a los concejales o diputados «búscame un trabajito, picha», tras fumarse en una plazoleta sus mejores años de formación académica o profesional, tras despreciar cada curso, cada oferta laboral, dejando pasar los días sin ayudar ni ayudarse, esperando simplemente que les ayuden porque sí. Son los que se autoengañan reiteradamente (con Astilleros, con Castellón, con la mala suerte, con Rafa Guerrero) sin querer ver la realidad (falta de formación educativa y profesional, nula iniciativa empresarial, pasividad laboral, los cuatro goles que nos regalaron en Carranza para sólo lograr cuatro puntos inservibles...). Son los que prefieren justificarse siempre con las deudas y las carencias en vez de analizar las opciones de futuro y salir a buscarlas. Son los que se niegan a reconocer que la ciudad se estanca, que el Cádiz ha perpetrado un fútbol infame en los tres últimos cuartos de temporada.
Son los que tratan de excusarse en el presente con las angustias del pasado. Son los que se obsesionan con las limitaciones mientras que otras ciudades, con la tercera parte de población (Villarreal), sin tradición futbolística (Getafe) o con idéntico número de socios (Celta de Vigo) den lecciones de gestión deportiva. Quizás los derrotistas sean esos que se niegan a explotar las posibilidades de esta Bahía, a rentabilizar la pasión y las perras de 19.000 socios, esos que se lo disculpan todo a Muñoz y Teófila, que no dan la cara para que tengan competencia y relevo, porque para eso hay que tener valor o dinero (o las dos cosas).
Puede que los perdedores sean los que se conforman con ejercer de perenne chirigota de las televisiones, con que les digan lo simpáticos que son, con aplaudir derrotas para quedar como los más fieles. Consolar es más fácil que intentar analizar y contribuir... eso también incumbe a los medios cuyo papel es contar, no animar ni esperar a que el árbol caiga para ajustar cuentas.
Cómplices por omisión
Lejos del estadio, esos mismos que critican poco y hacen menos, deben ser los que han tardado 25 años en descubrir el potencial turístico de la provincia y aún lo empañan con enormes carencias. Los que admiten callados el intolerable retraso de un puente y varias autovías. Los que nunca reclaman urgentes mejoras en los equipamientos y servicios públicos. Deben de ser los mismos que ni se molestaron en averiguar qué era Trafalgar mientras dejaban pasar la conmemoración con indiferencia, que no han pisado el Museo de la Plaza de Mina, el Oratorio ni la Torre Tavira, los que, desde ya, dedican toneladas de ignorancia al Bicentenario de La Pepa por considerar que es un asunto de políticos, curas y profesores, en vez de una ocasión para que esta ciudad recupere siglos perdidos.
Deben de ser esos indolentes los que se daban martillazos en los dedos para coger bajas en Astilleros antes de salir a la calle para exigir que el Gobierno los mantuviera abiertos a base de subvenciones.
Gades consiente mucho
Gades será muy vieja y muy sabia, pero como casi todos los abuelos ha mimado a sus nietos en exceso. Una parte de esa generación de nuevos gaditanos, una parte de esa generación de nuevos cadistas, muestra alarmantes síntomas de infantilismo: alardea de sus amores, pero no los protege, presume de sus afectos sin tratar de cuidarlos. Dice querer al Cádiz y a Cádiz, pero es incapaz de mover una neurona, mucho menos un dedo, a no ser para inclinar el vaso y pulsar el mando a distancia. Eso sí, todo el que levante la voz es un enemigo, un agresor «que nos tiene manía». Lo propio es lo más grande y no admite mejora. Los aduladores tienen premio y el papanatismo es la fe.
Pues mucho cuidado, porque la estrategia de la complacencia ha fallado: el equipo está, otra vez, a la misma distancia de Primera que de Segunda B. La ciudad está, como casi siempre, tan cerca del progreso como del olvido.