CHARLETAS GADITANAS

A nuestras mayores

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Estábamos en una tertulia de amigos, ya maduritos y en la que digo con orgullo que no había ninguno de los denominados machistas, y hacíamos mención a la libertad que hoy, afortunadamente, gozan las mujeres, con aquello, sobre todo, de irse integrando al trabajo y al empresariado. Cosa esta que en tiempos pasados se veía harto imposible.

No por ello debemos olvidar a todas nuestras mayores que ofrecieron todo su buen hacer y su trabajo para llevar adelante muchos de aquellos hogares que carecían de lo más elemental para que la familia pudiera salir adelante, y en muchos casos con grandes cargas de hijos.

Eran unas cocineras excelentes, hacían, como se dice, encajes de bolillos con lo poco que había. Recordamos, por poner un ejemplo, como el resto de un puchero se hacía una ropa vieja, con lo que sobraba de pescado frito se elaboraba una sobreusa, las célebres panizas o huevos de fraile, el café sin café ni azúcar, con achicoria y un caramelo que se ponía en la boca para endulzar algo aquel potingue, y así una cantidad de comidas que lo más que tenían era mucha imaginación. Todo ello haciéndolo en cocinas comunes de casas de vecinos, aquellas a las que había que echarles carbón, y sin ninguna clase de comodidad.

Pero de una de las cosas de más mérito de estas verdaderas amas de casa era la cuestión de la ropa. A muchas de estas mujeres, como a la inmensa mayoría, los estudios, no sólo los universitarios, sino los primarios, aquello que se decía de las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir, les estaba vedado. La mayoría de ellas en cuanto cumplían once o doce años ya se iniciaban en las labores de la casa: coser, barrer, limpiar, etc.

No había en esa época muchas telas donde escoger, la famosa muselina morena, el vichi, el opal... una variedad bastante escasa y basta. Por ello había que recurrir a los remiendos, las vueltas, los trajes y abrigos, o echarle un delantero o la espalda a una camisa. Otra de las situaciones habituales era que los más pequeños de la casa vistiesen, casi siempre, ropas heredadas de los mayores, de forma que hasta que no empezaban a trabajar no estrenaban algo.

Es necesario señalar que tanto la comida como las telas estuvieron sometidas durante muchos años a las correspondientes cartillas de racionamiento, que no desaparecieron hasta principios de los años cincuenta.

Hoy, cuando veo por la calle a alguna de estas mujeres que vivieron todos los avatares que les acabo de relatar, y de las que desgraciadamente van quedando pocas entre nosotros, siento una profunda alegría. Por lo menos, han alcanzado a conocer una vida mejor.