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SAN ISIDRO LAS VENTAS

Una relevante faena de Fernando Cruz y otro nombre en la lista de triunfadores

BARQUERITO/MADRID
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La corrida de Arauz de Robles vino a señalarse por dos razones. La primera, sacar estilo y condición muy ajenos al uso moderno y, por tanto, resultar corrida original, que es lo propio de las ganaderías cruzadas. La segunda, servirle un inesperado triunfo de peso a un torero nuevo pero en edad de merecer, que fue el madrileño Fernando Cruz. En ese triunfo puso mucho más de su parte el torero que el toro, pero es que ese toro, tercero de la tarde, fue el de mejores hechuras y el que más se empleó de los seis. Resistiéndose no poco, como a regañadientes, frenándose sin llegar a pararse. Pero sometiéndose al cabo, y sólo por la mano derecha, a una especie de constante provocación.

Lo único que provocó en serio al toro fue el enganche por el hocico. La bamba de la muleta echada y dejada por delante. Luego, el pulso templado a tirón para que el toro no tropezara casi nunca el engaño. La colocación de Fernando Cruz, que le ganó por la mano al toro. A la voz los cites en un principio, que fue cuando costó desbastar al toro; con el engaño, el medio pecho y la mano abajo cuando el toro empezó a sentirse domado.

Antes de la doma, el toro avisó con no querer jugar. Una vez se quedó debajo mismo. Eso, por la mano buena. Por el pitón izquierdo pegó en las tres únicas tentativas de Cruz otros tantos hachazos de los de volarle la cabeza a un torero. Pudo haberse convertido en una faena de a ver quién puede más, y habría podido naturalmente el toro. Pero fue justo lo contrario, una faena inteligente, convincente. Poderosa. Pero de muy rico trazo. De torero macho pero de mucho juego de brazos, recia postura, buena cintura y no poco empaque, porque la apuesta fue, antes que nada, de pura firmeza.

Tuvo algo conmovedor el trabajo: se vio al torero arriesgar, atreverse y casi crecer. El regusto clásico no vino disfrazado de nada. Muy auténtica esa forma de torear. Forzando al toro sin violentarlo. Y una estocada algo trasera de lento efecto pero que rubricó ese éxito tan de ley. ¿La primera sorpresa de San Isidro? Relativa, porque sólo el último domingo, con dos toros pavorosos del Conde de la Maza, ya estuvo en las Ventas Fernando Cruz haciendo cosas muy de verdad. En el saludo de capa, antes de que el toro se decantara, Cruz sacó los brazos para templarse. Por tanto, torero en danza. En fecha, circunstancias y lugar inmejorables.

Rarezas

Dentro de esa rara corrida de toros cruzados destacaron por raros dos: el cuarto y el sexto. Fueron los dos con más carga en apariencia de sangre Saltillo. Sangre cruzada con otra seguramente. El cuarto, negro entrepelado, badanudo, ancho de pechos pero con mucha culata, armado y remangado, estuvo a punto de saltar al callejón hasta tres veces, tiró coces al aire, mugió mucho, esperó en banderillas y no se vio después porque Manuel Amador renunció desde el principio. Por la mano izquierda el toro se quedó sin ver.

El sexto, veleto y abierto, con cabeza asaltillada y caja quién sabe cómo, se empleó en el capote y Fernando Cruz volvió a dibujar y componer con ajuste, calma y gusto. Hubo brindis a Miguel Sánchez Cubero, que es su banderillero de cámara, y se abrieron grandes expectativas. En falso. Rebrincado, el toro se derrumbó en el tercer muletazo. Luego no hizo más que topar. Pero hubo confirmación de la sorpresa porque ahora Fernando apostó por el toreo de aguante y descaro, al hilo del pitón al principio, encajado entre las dos velas después. Esa manera de estar se entendió y se premió.

El peor de los seis arauces fue el quinto, altísimo de cruz, muy astifino, pura fibra pero toda mansedumbre. Topetazos de cabra montesa. Ni un viaje en regla. Paulita se pasó de porfías e intentos. Honrado trabajo. De gran honradez fue también su pelea con el segundo de corrida, que tuvo de partida elasticidad pero se empezó a frenar enseguida. Paulita, que dibujó a la verónica en breve quite en el primer toro, quitó por ceñidísimas chicuelitas muy celebradas. Después de varas -un derribo y una pelea por los pechos del caballo pero renegando-, el toro claudicó y luego cambió para mal: metía la cara al reclamo, en el embroque lanzaba un cabezazo feroz y, además, reponía como los toros celosos y acabó apoyándose en las manos. Le anduvo entregado y bravo Paulita. El toro que abrió se blandeó en el caballo, jadeó de miedo, no descolgó ni humilló. Cobardón, para atrás. No motivó a Manuel Amador, que es, después de todo, torero de arte. No le iba la corrida.