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Cartas

Tenidos por dignos

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La palabra fundamentalista nos hace pensar inmediatamente en el fundamentalismo islámico, y más concretamente en terroristas; pero la verdad es que todos somos fundamentalistas, porque el fundamentalismo surge de la misma naturaleza humana. Consiste en vernos obligados a hacer algo para ofrecérselo a Dios. Este hacer algo es tan exigente, debido a nuestro egoísmo, que a veces utilizamos la palabra de Dios, sin darnos cuenta, para infringir la voluntad de Dios, que es amar a nuestros semejantes. Jesucristo, una vez, dio la vista a un ciego y los fundamentalistas lo criticaron, porque lo había hecho en el Día del Sábado, en que no se podía trabajar. El argumento de Jesús es que el Día del Sábado fue creado para que las personas fuesen felices.

Últimamente, hemos visto una manifestación en la calle para que no se permitiera el casamiento a los homosexuales, en la que había algún que otro obispo. El argumento es que ello no respeta la familia. La verdad es que la familia ha sido creada para dar la felicidad a las personas, y no se puede utilizar para negar la felicidad a unas personas, como son los homosexuales.

El fallo del fundamentalismo es que desconoce que, por muy buenas obras que haga el hombre, que es finito, nunca podrá satisfacer la exigencia de la Justicia de Dios, que es infinita. Para ello, tendría el hombre que hacer esas obras con una perfección infinita; y todos sabemos que esto es imposible. El cristiano, sin embargo, no presenta ante Dios sus buenas obras, sino, en su lugar, las buenas obras de Jesucristo, que es Dios, y por lo tanto, éstas sí tienen un mérito infinito. Para el fundamentalista, su justicia está dentro de él, pero para el cristiano, su justicia está fuera de él, está en Dios. La gran diferencia es que el fundamentalista busca un efecto espectacular, por ejemplo inmolándose en un atentado terrorista, con desprecio a la vida de los demás; el cristiano abre sus brazos, para abrazar y amar a los demás, como él mismo ha sido amado.

«Dios es justo, al tenerles a ustedes por dignos de entrar en el Reino, por el cual suspiráis» (2ª~ Tes. 1, 5).

J. Luis Zambrano Ballester. Cádiz