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El 'caso Bono'

ANTONIO PAPELL/
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La megalomanía y el irrefrenable afán de notoriedad de José Bono llevaron al entonces ministro de Defensa a presentarse, junto a Rosa Díez, en una manifestación organizada por la AVT, apoyada por el PP, que se había convocado precisamente contra el Gobierno aun cuando los lemas fueran ambiguos. El resto de la historia es conocido: al llegar Bono a la marcha, se organizó un tumulto y Bono denunció después haber sido agredido -lo que acaba de ser negado por los tribunales-; el delegado del Gobierno anunció una investigación y, en efecto, fueron detenidos dos militantes del PP. Ahora, la Sección Decimosexta de la Audiencia Provincial de Madrid ha dictado una sentencia en que se condena a penas de prisión e inhabilitación a tres policías. El delegado del gobierno aparece asimismo señalado en el auto judicial porque, con «sus vaticinios de que pronto habría identificaciones y detenciones», pudo haber «influido» en el comportamiento policial. El delegado del Gobierno, Constantino Méndez, ha presentado su «dimisión irrevocable». Pocas lágrimas se habrán derramado por la marcha de un personaje con una gran capacidad de generar conflictos y desafectos.

La sentencia relata unos hechos probados que ya no podrán ser revisados en las sucesivas apelaciones, por lo que éste es el núcleo argumental que ha de utilizarse para valorar la resolución judicial. Y el tribunal, que describe con vehemencia «la tensión tensa e incómoda» que se vivió en torno a Bono, afirma que los escoltas del ministro formaron «una cápsula de seguridad» para proteger a Bono y a Díez y lograron que las autoridades no sufrieran «ninguna agresión física». Si esto fue realmente así y si consecuentemente Bono mintió, el ex ministro debería dar explicaciones.

Que en una democracia consolidada sean condenados tres policías por detención ilegal, falsificación en documento público y coacciones es gravísimo. Y es lógico por lo tanto que el asunto provoque un terremoto político y que la oposición pida la dimisión del ministro responsable de la Policía, que era José Antonio Alonso. Pero es necesario acotar el asunto para otorgarle, además de sus magnitudes subjetivas, sus dimensiones objetivas. De un lado, la «detención ilegal» fue, para entendernos, bien suave. De otro lado, la sentencia, que implica como se ha dicho al delegado del Gobierno, reconoce asimismo con toda claridad que la actuación policial «no fue sugerida por instancias superiores», lo que descarta cualquier inspiración política de alto nivel. En el peor de los casos, lo que ocurrió fue que el representante del Gobierno quiso quedar bien con sus superiores e indujo las irregularidades. Convendría afear también la postura de la fiscalía del Estado, que actuó como abogado de parte y no en defensa del interés general. La defensa de los policías debió ser ejercida, como lo fue en efecto, por la Abogacía del Estado, no por el Ministerio Fiscal.

Dicho esto, es inevitable deslizar alguna consideración sobre la calidad de la sentencia y la conducta de los juzgadores. Por graves que sean unas acciones que desfiguran la seguridad jurídica de los ciudadanos y colisionan con los derechos básicos de la persona, es imposible en este caso encontrar proporción razonable alguna entre los delitos y las penas. Condenar a tres policías por los hechos mencionados a un total de 13 años de prisión es una desmesura inconcebible, que equipara lo ocurrido a un homicidio. En consecuencia, y dado que la politización de la Justicia es una de las lacras más perturbadoras de nuestro sistema, habría que ver si esta dureza inaceptable y desproporcionada no persigue también un objetivo político: el de agravar la repercusión de lo ocurrido, amplificar el escándalo y lesionar por tanto al Gobierno.