LA GLORIETA

La pena negra

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Soy de las que cree que en la vida hay elecciones que marcan para siempre. Determinan si te pasarás a la light, cruzarás un altar o llamarás con un anglinajo a tu perro. En la mía, aún soy capaz de percibir aquel momento en el que pasé de la Nintendo torciendo mi camino de manera irreversible. Para entonces ya me había convertido en una extraña veta social, a medio camino entre la parlanchina cotilla y la introspección existencial, que no termina de encajar en ninguno de los corrillos que la sociedad que se dice fácil nos reserva. Siempre encendida, a veces maniquea, humildemente desconcertada.

Consumidora de realities y debates, de periódicos y culebrones sin evitar en ninguno mi desgarrado aserto crítico, esa venilla asocial de la infancia me late secreta cuando menos me la espero. Incómodamente altiva frente al dominio de la Play, presumidilla ante lo frívolo, frívola y superficial cuando el de enfrente está sobrado. Desorden de sentimientos por eso de dar lata en mitad de un mundo complejo.

En el Cádiz de la pena negra del descenso, un regustillo agridulce me sacude la barriga. Regustillo por ser yo, por primera vez en mucho tiempo, la que no sufre. Agridulce, porque en el fondo, fastidia percibir que un baño de lágrimas es lo menos que se espera de nosotros. Y toda España a celebrar lo majísimos que somos, que por allí arriba se dice así.

En el Cádiz de la tristeza negra, ni ayer, ni hoy la arriba firmante tiene pena. La tendrá pasado, y el otro, y el que viene. Seguro. Por ese rollo suyo de llevar la contra, por esa manía de recordar el paro, la vivienda, la generación que los domingos fleta tres Secorbus en los que, mira, esto sí que me da pena, no va ningún fotógrafo.