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San Felipe: valor gaditano y cristiano

MARCELINO MARTÍN RODRÍGUEZ/
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La venta de la Iglesia-Oratorio de San Felipe Neri se está haciendo tema de comentario muy diverso, no sólo en el ámbito clerical y afín. A las voces y argumentos en torno a la operación proyectada, me permito sugerir algunas consideraciones.

Es frecuente en nuestros políticos renombrar las cosas para hacerlas parecer distintas: así se aprobó el aborto denominándolo interrupción del embarazo; se abre camino a la eutanasia admitiendo la bondad de una muerte digna; se nos habla de paz para ceder a las pretensiones de un terrorismo, etc.

En nuestro caso habría que comenzar por definir la operación con una escolástica precisión de términos. El delegado del Patrimonio de la Diócesis habla de «cesión institucional» y la Junta de Andalucía de «acuerdo para la titularidad». Con palabras políticamente correctas podemos encubrir la realidad: la Iglesia vende un local, previamente desacralizado, y la Junta compra un inmueble urbano. Una operación comercial, que alguien ha podido comparar con una OPA económica. Pero en la justa valoración de San Felipe concurren muchos factores que le dan un valor añadido difícil de apreciar en toda tasación económica.

Su valor histórico no se circunscribe al período de gestación y alumbramiento en las Cortes de Cádiz de la primera Constitución nacional; ni de monumento que guarda la memoria de los que murieron en la revolución liberal de 1820. Su colegio anexo fue reconocido como el más prestigioso de España en la dirección de don Alberto Lista, Juan José Arbolí, «uno de los prelados más eminentes de la Iglesia española y uno de los hijos más ilustres de esta Ciudad». Y ya con titularidad marianista ha sido también escuela de saberes y forja de espíritu de cientos de generaciones que se reconocen acreedores.

De su valor monumental y artístico hablan la singularidad de su arquitectura oval, la policromía inalterada de los altorrelieves de Montes de Oca, el mármol genovés de sus esculturas, la pintura, última de su vida, del inmortal Murillo y de nuestro Clemente de Torres. Todas las Bellas Artes y grandes artistas del XVIII concurren para hacer del Oratorio un riquísimo monumento del esplendor dieciochesco gaditano.

No es justo tampoco menospreciar el valor teológico (su génesis y desarrollo monumental «reflejan la teología joannea del amor recreador») y el devocional que ha supuesto para miles de gaditanos: «que allí aprendieron a orar desde su infancia» y a «celebrar desde su fe sus acontecimientos vitales». Allí han consagrado a la Inmaculada las primicias de su fecundo apostolado en la Diócesis las señoras concepcionistas. Allí han vestido por primera vez cientos de caballeros su hábito Hospitalario. Y muchos gaditanos, expresión de la devoción popular, se postran hoy ante la imagen del Cristo de la Luz Y las Aguas. Son valores que están en el «corazón de Cádiz» y que la razón sólo material puede no valorar (Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no conoce»).

Son valores todos que sumados difícilmente pueden contabilizarse con los dígitos de nuestras calculadoras electrónicas. Y que para que no se devalúen en una desacralización previa el Código de Derecho Canónico resguarda con unas exigentes condiciones al proceso negociador.

Su futuro uso-destino, aunque aún no muy definido, me sugiere también algunas dudas y preguntas. Sin tomar en consideración algunas declaraciones tan ambiguas como contradictorias («convertir ese recinto constitucional en un templo laico de los valores ciudadanos, un recinto sagrado de la convivencia, la ciudadanía, la democracia», ¿para esto desacralizarlo?).

Se habla de un local celebrativo de los acontecimientos del 1812. Y de una sede posterior para un Centro de Estudios Iberoamericanos.

Si en 1812 fue posible la convivencia de la celebración de la misa diaria con las discusiones posteriores de los diputados, ¿no sería posible también hoy compatibilizar celebraciones laicas con el culto litúrgico? ¿Cuántas catedrales e iglesias acogen actos culturales sin renunciar a su finalidad cultural sagrada?

¿Por qué la Iglesia-clero y laicos confesantes cristianos no pueden inspirar, promover y amparar proyectos de estudio y cooperación con los pueblos hermanos de Hispanoamérica? En la esencia misma de su finalidad evangelizadora está el impregnar de espíritu cristiano la actividad social, encarnar la Palabra en la cultura. ¿No nació así ese Nuevo Mundo con el que pretendemos estrechar lazos y comunicar bienes?

Si la diócesis en función de su autonomía e identidad propias conserva su patrimonio y con él difunde la cultura, ¿podrá lealmente la Junta negarle una ayuda para seguir prestando ese servicio a una misma sociedad? Junta y Diócesis, en una sociedad democrática, se pueden preguntar qué servicios pueden prestarse mutuamente sin perder su propia autonomía y que respondan a su propia identidad. Porque hay unos valores comunes y un único pueblo destinatario.