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LA RAYUELA

Alameda de libro

MANUEL VERA BORJA/
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Hay días iluminados de la primavera o el otoño de Cádiz en que, casi sin querer, se busca cualquier disculpa para cambiar la rutina que le lleva a uno por las mismas calles, para alcanzar plazas, esquinas, zaguanes o garitas desde las que disfrutar de los regalos cotidianos de esta ciudad embelesada. La Feria del Libro es una estupenda razón para acercarse hoy hasta el Baluarte de la Candelaria; y hacerlo sigilosamente, paseando bajo las araucarias y jacarandas de los salones de la Alameda; o bien abordarlo desde poniente, por el damero de los jardines de Carlos III, entre el imán de la Bahía y el decorado neoclásico del Paseo de la Bomba.

Es un privilegio, hojear o comenzar a leer un libro sentado en los bancos del patio del Baluarte, que puede convertirse de repente, en la proa de un galeón que tiene la torre del Gobierno Militar por mástil y las onduladas espadañas del Carmen por velas. El viento que cimbrea las delgadísimas palmeras o filtra el viejo eucalipto, hacen sentir que el barco se mueve. Paseando entre los libros de Caballero Bonald, los dos Benítez, Jesús Maeso, Bonilla, Ripoll o Reverte, puede uno asomarse a las ventanas de las casamatas (esos ojos sobre el mar esmeralda que fueron cañones) donde, mirando fijamente al mar, se siente enseguida el mareo de la travesía.

Si alguien duda de la magia de esta ciudad, aquí puede encontrar el hilo de Ariadna que conduce al centro del laberinto. Nos lo mostró el pregonero de la Feria, Juan José Téllez («El rubio»), que recorrió su propio desván literario para descubrirnos que también es el nuestro. Un territorio tan lleno de estrellas que parece hollibud. En su gran humanidad, le caben todos, así que fue hilvanando nombres cercanos entreverados de anécdotas divertidas y casi sin darnos cuenta nos atrapó en la tela de araña que sutilmente tejió con su memoria. Para embriagarnos, se sacó de la chistera un cuento que contó Paloma García, una copla con letra de Quiñones que cantó Carmen Jara y una pieza de jazz que interpretó Pedro Cortejosa.

Así que, cuando después me contaba Juan López, eterno decano honorario de la Facultad de Filosofía, que andaba tras la pista de un viejo y misterioso pasadizo que, pasando por debajo del paseo de la Bomba llegaría hasta el mar, y que afirmaba haber visto en unos planos que ahora busca, entendí cabalmente que la literatura está hecha de la vieja piedra caletera con la que se fundó y construyó esta ciudad. Una piedra arrancada al mar, hecha de moluscos petrificados entre cuyos recovecos quedó atrapado el aire del tiempo. Me recordó el viejo relato de Quiñones sobre la certeza de la existencia de un segundo sarcófago, que sería descubierto a la muerte del arqueólogo que lo buscó infructuosamente toda su vida, bajo los cimientos del chalet donde vivió.

Cada día encuentro más razones para entender que en esta tierra hay una capacidad creativa que, de existir estadísticas, nos sacarían por una vez del furgón de cola. El mismo día, descubrí encantado que una vecina, Nieves Vázquez, presenta un libro de relatos y asistí a una muestra de dibujos que otra, Rosa Olea, tiene colgados en La Canela, ese invento metacultural que la sorprendente Ajo, ha colocado a estribor del galeón para sorber mojitos habaneros al atardecer.