ABSURDO. Cipriano Lodosas ofrece una bota a Miguel de Grandy, tras comprobar que el suelo de debajo de la cama sigue bien.
Cultura

Para quitarse el sombrero

Los 'Tres Sombreros de Copa de Mihura' dejaron en el Villamarta algunos de los mejores momentos de teatro de la Temporada de Primavera

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Por fin teatro. Teatro de verdad, sin alicientes periféricos, sin aditivos musicales, sin burdos maquillajes promocionales ni «reajustes necesarios» del libreto. Teatro-teatro, inmenso, inteligente, cristalino: actores, actrices, un texto superlativo, una dirección experta, una escenografía deliciosamente cuidada y grandes cosas que contar.

Con un Mihura suelto por las tablas del Villamarta podía pasar casi de todo. La mejor comedia del siglo pasado, según Lázaro Carreter, mantiene intacta su capacidad para conmover y agita al espectador de una punta a la otra de su capacidad emocional: lo fuerza a sonreír y lo enternece, lo obliga a empalizar con el pobre Dionisio, pero también hace que se carcajee a su costa.

Pérez Puig acertó apostando por el texto íntegro original, a pesar de que, a nivel comercial, hubiese sido más cómodo aligerar la anécdota, desdibujar la crítica social y centrarse en la versión más cómica del montaje.

Los Tres Sombreros de Copa de Puig conserva el soniquete irreverente, la ambigüedad ácida y paradójica de un diálogo absurdo que no lo es tanto, y resalta el velado ataque a la sociedad opresiva que le sirvió de referente: el pobre que pide por teléfono, el odioso señor más rico de la comarca (José Luis Coll, exquisitamente ajustado al tipo), la libertad, con sus virtudes y sus defectos, disfrazada con las múltiples caretas del artisteo. Acertó también en la elección de Lodosa para el papel protagonista, porque el intérprete llena de matices propios un personaje que no tiene desperdicio, y se acopla a la perfección con la ñoñería infantiloide de Ángeles Martín. Mención aparte merece Miguel de Grandy, que transforma en natural, en casi lógico, el surrealismo practicante de Don Rosario, y se saca de la manga a una persona donde otros, antes, sólo han visto un arquetipo.

Resulta gratificante comprobar cómo el público jerezano, que apenas reía hace una semana los chistes chuscos, toscos y previsibles de una supuesta zarzuela, disfrutaba con el humorismo divergente, irrazonable, de quiebro y extrañeza que hizo de Mihura un genio y de esta obra un hito. La idea se refiere, una vez más, al clásico planteamiento de si la gente acaba queriendo lo que se le ofrece o se le ofrece lo que acaba queriendo. Decidan ustedes.

Han pasado 70 años desde que Mihura, aprovechando una larga convalecencia médica, escribiera las primeras líneas de una comedia que «no esperaba estrenar nunca», porque intuía que estaba hecha de un mundo tan suyo que muy poca gente «iba a ser capaz de entenderla».

Aguantó dos décadas para comprobar que no tenía razón, y hubiera disfrutado, sin duda, viendo lo que Puig y compañía han hecho con su pieza más de medio largo después. A pesar de que, por nuestro turbio imaginario colectivo han desfilado los hermanos Marx, Hot Shot y Scary Movie, el teatro de cama de José Luis Moreno, los Monty Python, el Club de la comedia, Los Simpson y South Park, Don Miguel Mihura, bien facturado, con todos toditos sus avíos, te hacer retomar la referencia y tocar el cielo con la punta de los dedos. Para quitarse el sombrero, no una vez, ni dos, ni tres, sino todas las que haga falta.