El ayer y el hoy de nuestra Iglesia. Sus esperanzas y temores
Actualizado: GuardarHubo un tiempo de creatividad evangélica. Hace muchos años, cristianos y marxistas tuvieron una experiencia de trabajo en común. Los creyentes -que durante los años sesenta y setenta se denominaban comprometidos-, se agruparon en diversos colectivos, comunidades y parroquias, con diversas denominaciones: cristianos de base, iglesias populares, cristianos por el socialismo. Todos compartían su fidelidad a los pobres y su opción por éstos como exigencia evangélica. Con fe, vitalidad y fortaleza, intentaban poner en práctica el espíritu conciliar de puertas abiertas, de diálogo con el mundo moderno, de participación y sentido de la responsabilidad con la realidad. Fueron años comprometidos, de movilización de energías, nadie podía permanecer ajeno. Había una conciencia colectiva de lucha, de combate contra la injusticia, el deseo de reconciliar a los españoles. Una nueva actitud política, de anticipación de la democracia y de las libertades, de aceptación de la laicidad del Estado, de búsqueda de nuevos modos de presencia de lo sagrado en una sociedad plural y cada vez más secularizada.
Los movimientos especializados de Acción Católica (HOAC, JOC, JEC) contribuyeron de manera importante a la práctica democrática en nuestro país y a la renovación del mundo intelectual y sindical, cuando la pertenencia a la Iglesia no implicaba un alejamiento absoluto de la sociedad. Hoy, muchos de los referentes sobre los que se constituyó el diálogo cristiano-marxista han cambiado. Es cierto que no estamos en las mismas circunstancias de entonces, pero parece que habitamos en otro planeta. El neoliberalismo y su fuera del mercado no hay salvación se autoproclama el único referente de organización económica y política. Y en la Iglesia la primavera acabó. Durante el interminable pontificado de Juan Pablo II se han ido, hábil y pacientemente, desmontando todas las piezas que posibilitaron la reconciliación del catolicismo con el mundo moderno. Con los años ochenta llegaron la supresión de los sacerdotes obreros, la actividad represiva contra teólogos y profesores, el silenciamiento de opiniones y pensamientos diferentes del estrictamente oficial, la centralización creciente y obsesiva. En definitiva, la marginación de los elementos eclesiales más vivos y creativos (las parroquias han quedado para venerar a los muertos).
Los principios proclamados en el Vaticano II, especialmente el reconocimiento de la autonomía de lo civil, que en los setenta se abrió paso duramente en España, camina ahora en dirección opuesta. El trabajo hasta la extenuación del penúltimo Papa consistió en corregir la apertura lograda en el Concilio. Y la Iglesia pasó -en expresión de J. J. Tamayo-, de la modernización del cristianismo propugnada por el Vaticano II a la cristianización de la modernidad. El programa de nueva evangelización fue llevado a la práctica por Karol Wojtyla hasta el último hilo de su aliento. Como resultado, en el catolicismo visible tienen prioridad las formas teatrales, y abundan los feligreses inclinados al entusiasmo y a la veneración. La miopía de la jerarquía eclesiástica no le permite divisar la magnitud del cambio sociocultural que se avecina. En vez de reaccionar visceralmente, debería esforzarse en comprender que tiene de antemano la batalla perdida frente al proceso normal de maduración de la humanidad, el crecimiento de las libertades en la sociedad democrática, la autonomía de las ciencias, la moral y el Estado. En definitiva, que la revolución copernicana que supuso el Vaticano II no tiene vuelta atrás. Las empresas que inició el pontificado anterior (restauración de la cristiandad medieval, lucha contra la secularización) están condenadas al fracaso. El mundo occidental moderno se ha hecho definitivamente laico y adulto. Y rechaza cualquier forma de presencia de lo religioso con tutelas o privilegios en la sociedad civil. La Iglesia católica ha dejado de ser la única fuente de moralidad. Ojo, no estamos cuestionando su falta de autoridad en esta materia.
Pero lo que urge ahora es la construcción de una nueva moral, laica, plural, que fundamente los Derechos Humanos (libertad, igualdad, justicia, paz, respeto al medio ambiente). En palabras precisas, construir una mundialización alternativa a la globalización neoliberal. Es difícil predecir la capacidad que tendrá la jerarquía eclesiástica, acostumbrada desde siglos al monopolio de la moral, para habituarse a compartir la elaboración de preceptos y al intercambio de ideas con los no creyentes.
Qué lejanos parecen los tiempos del Papa Juan XXIII, su sensibilidad para la cultura y las inquietudes del hombre moderno, su respeto por la libertad y las diversas situaciones concretas que condicionan al ser humano, su opción por el diálogo. Hoy parece imposible para un cristiano ser libre, responsable de su fe y vivir ésta no de manera esotérica. Ante la incapacidad manifiesta de los sacerdotes para transmitir experiencia de fe que ilusiones a la juventud, son los grupos más conservadores (Opus Dei, Kikos, Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación) quienes marcan el paso de la presencia pública de la Iglesia. Con su visión tan negativa de la sociedad, colocan al joven creyente en una situación angustiosa y exigente, de rechazo a la vida y de auténtico heroísmo para vivir su cristianismo.
Y ante la actual situación de indigencia religiosa actual, se pretende cubrir el vacío con devociones piadosas, ritos primitivos y prácticas litúrgicas trasnochadas. ¿Por qué no somos capaces de celebrar experiencias comunitarias de fe que no se traduzcan en semilleros de capillitas? En los comienzos del siglo XXI las condiciones objetivas de la sociedad demandan al cristiano un compromiso fuerte, pues su derrota política y cultural es total. Caminamos hacia un mundo unipolar, el sistema neoliberal se presenta con su blanca sonrisa como el único modelo válido de organización económica. Pero nos queda la Historia, maestra de la vida. Debemos afirmarla y recuperarla. Para el estado de cosas vigente sólo existe el presente, no hay proceso, no hay memoria. Ante una coyuntura como la actual, tan compleja, rescatemos el papel esclarecedor del conocimiento histórico.