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MAR ADENTRO

La Casería de Ossio y las Torres Petronas

JUAN JOSÉ TÉLLEZ/
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Contemplé, por enésima ocasión, como Juanito Valderrama -aquel miliciano cantaor del batallón Fermín Salvochea-, volvía de América a Cádiz en una muestra de celuloide rancio que la televisión traía del brazo de la Semana Santa. Y en la pequeña pantalla estaba otra vez aquella remota tacita de plata en technicolor, lo menos allá por los tiempos en que Chano Lobato cantaba durante el bautizo del niño Félix Bayón, que se nos fue hace unos días sin poder contemplar aún como la jirafa disecada de J.R. termina engalanando una de las rotondas de la Marbella post-Gil.

¿Qué queda de aquel Cádiz de leyendas urbanas como La Piconera o El Séneca, pemanianos, del ganado que cruzaba tal vez la playa rumbo al matadero donde el hoy centenario Enrique El Mellizo se anticipó a Van Gogh al rebanarle una oreja a su propio hermano? Sigue siendo una seña de identidad de estos pagos esa querencia a extinguir hacia los toros y el flamenco que este domingo se verán las caras en Los Barrios durante un homenaje al cantaor al que Fernando Quiñones definió como «un sheriff tuberculoso». Poco pero algo queda de ese mismo paisaje mítico que envolvió a Ignacio Espeleta, a Pericón y al Beni o al Cojo Peroche: cuevas de María Moco, bohemios callejones del Tinte de Javier Ruibal, contrabandistas de Ramón Solís, piedras ostioneras, cartas juanrramonianas de Pilar Paz, cañones en la esquinas en la voz cantautora de Martínez Ares, viñas carnavalescas, barricas de manzanilla, freidurías de El Friti, callejones de Cardoso, arcos de El Pópulo, ya ustedes saben. Polvo de estrellas.

Esta bahía echa sus lagrimitas por sus tópicos y es incapaz de defender ese nacionalismo de la nostalgia cuya bandera suele estribar en ciertos rincones emblemáticos en trance de desaparición: el de la Casería de Ossio, en San Fernando, por ejemplo, que está a pique de un repique de ver perecer su encanto bajo unos de esos rascacielos de tres al cuarto pero que juegan a ser las Torres Petronas y cuya construcción intenta parar la Junta de Andalucía in extremis aunque el Ayuntamiento no parezca dispuesto a la labor. Estaba sucio ese paraje, decían. Una cosa es ese irresistible baño de cemento y otra bien distinta el hecho de que quizá le haga falta a ese paraje un cierto mimo y mayor limpieza, porque Agaden se ha hartado de denunciar que sus contornos se convirtieran en basurero frecuente, lejos de la serena belleza de ese humedal por el que brincaban la sal deslumbradora que María Elena Walsh transformó en canción.

Cabe, allí, un extraño sabor a besos clandestinos, a quintos de cerveza y a chaveas que patronean una patera por el caño de agua desde el que se contempla Cádiz como el telón de fondo de una ópera marinera por donde aún transitan tropas del conde de Essex y de sir Walter Raleigh, morriones del Trocadero en contra de la libertad constitucional o bajeles de sir Francis Drake, recién cargados con miles de pipas de vino de Jerez. ¿Seremos capaces de preservar ese rincón isleño de la orgía de ladrillos que invade ferozmente a nuestras costas? Probablemente, no. ¿Qué fue de aquella Zahara de los Atunes y de los jipis que hoy enarbola un Trafalgar de grúas? Lo cierto es que hemos desarrollado una intrépida vocación por los sucedáneos y por los homenajes póstumos. Permitiremos que ese paisaje de la Casería, trenzado de embarcaderos y palafitos, azoteíllas al resol y barcas varadas, se vaya al cuerno; pero se nos pondrán los vellos como escarpias con alguna copla de carnaval que glose sus buenos días perdidos para siempre.