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La calle vence a las urnas

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La mayoría política francesa de centro-derecha ha claudicado en su intento de flexibilizar el mercado laboral, pese a disponer de una holgada posición parlamentaria. Desde hace años, Francia no crece en términos macroeconómicos y acumula un creciente déficit público. Y ello a pesar (o como consecuencia) de su resistencia, algunos pensamos que suicida, a abrir sus mercados, a privatizar su sector público.

En definitiva, el contrato de primer empleo (CPE), un inteligente instrumento para la inserción laboral de los jóvenes, ha sido retirado. Y en su lugar, se adoptarán nuevos y onerosos sistemas de subvenciones: se otorgarán ayudas de hasta 400 euros al mes por empleado el primer año a las empresas que contraten jóvenes de entre 14 y 25 años provenientes de los barrios sensibles o con baja cualificación. Los primeros cálculos anuncian que esta nueva intervención estatal costará 150 millones de euros en 2006 y el doble en 2007. Mucho dinero para un país estancado que lleva varios años sin cumplir el objetivo de déficit presupuestario fijado en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de los miembros de la Eurozona.

Pero lo más grave de este asunto es probablemente la evidencia de que se ha producido un nuevo divorcio, uno más, entre la lógica representativa del régimen democrático y la voz espontánea e inorgánica de los franceses expresada en la calle. El sistema se tambalea cuando las contradicciones entre las decisiones que adoptan las instituciones electas y la voluntad de la calle se vuelven constantes. En este caso, hay que pensar que el modelo comienza a degradarse y que la democracia indirecta o representativa no cumple su papel.

Es cierto que el desgaste que experimenta en Francia el régimen democrático no tiene prácticamente parangón en Europa, pero nuestro gran vecino del Norte, que puso en 1789 la primera piedra de la democracia moderna, es, con Alemania, la columna vertebral de Europa y la tercera economía del Viejo Continente, por lo que sus crisis son altamente contagiosas. En consecuencia, deberíamos prevenir el viento destructivo que pueda llegarnos desde esta septentrional potencia decadente, desorientada, rancia y envejecida.

Evidentemente, no se trata de desacreditar modos de expresión informales, que son objetivamente enriquecedores en el magnífico coro de la pluralidad de una sociedad compleja sino de prevenir el divorcio entre unas organizaciones políticas ensimismadas y alejadas de las grandes circulaciones sociales, y una ciudadanía desazonada y tensa, disgustada con su superestructura política. En nuestro país, tan aventajado en tantas cosas, hemos conseguido logros políticos admirables gracias, entre otras cosas, al buen sentido de las instituciones intermedias, y aunque en algunas ocasiones se han producido choques de trenes entre instituciones políticas y sociales, lo cierto es que la primacía del Parlamento no ha sido nunca discutida.

Aunque, de un tiempo a esta parte, se ha advertido cierta ligereza a la hora de hacer oposición en la calle, y a cargo de los partidos, que deberían ser los más interesados en que los debates políticos se escenificaran en las sedes de las instituciones y no en las plazas públicas. Durante la legislatura anterior, la oposición socialista combatió al Gobierno en la calle con ocasión del Prestige y de la guerra de Irak. En esta legislatura, el PP está haciendo lo propio en otros asuntos. No se trata de censurar estas legítimas expansiones. Simplemente, hay que recordar que es bueno que la política principal siga teniendo su sede en los foros parlamentarios. Y que cualquier abandono de los asuntos públicos a la espontaneidad callejera tiene riesgos, entre ellos, el de que las instituciones se deslicen hacia su propia deslegitimación.