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Un cartel electoral de la Margarita muestra al primer ministro italiano con nariz de Pinocho. / AFP
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Berlusconi agita el fantasma comunista y Prodi jura que la izquierda no se dividirá El laberinto de la política italiana

«¿Venceremos porque no somos gilipollas!», clama el magnate en el último mitin siguiendo hasta el final el estilo beligerante de la campaña

ÍÑIGO DOMÍNGUEZ I. DOMÍNGUEZ/CORRESPONSAL. ROMA ROMA
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«¿Estad seguros que venceremos porque no somos gilipollas ('coglioni')!». De este modo tan gráfico, reincidiendo, por si las moscas, en uno de los epítetos más polémicos de la campaña, Silvio Berlusconi cerró anoche su mitin final en Nápoles, una síntesis bastante acertada de lo que han sido estas semanas. Ayer agitó hasta el último momento el fantasma del ogro comunista que se comerá Italia si vence el centro-izquierda de Romano Prodi, una estrategia de tensión que tuvo sus frutos. Asomado a un balcón al final del acto, un grupo de exaltados llegó a gritar «¿Duce, Duce!», como en los tiempos de Mussolini. Llegado el inquietante clímax de una campaña que 'Il Cavaliere' ha crispado hasta el límite de lo soportable, para 50 millones de italianos sólo queda votar el domingo y también el lunes hasta las tres de la tarde.

Gracias a la jornada de reflexión, los ciudadanos gozan hoy, por primera vez en muchos meses, del silencio obligatorio impuesto a los políticos. Sobre todo a uno, el propio primer ministro, que con los sondeos en contra ya en enero comenzó una larga campaña con una masiva presencia en los medios, hasta que hace un mes debió someterse a las reglas de paridad propagandística. Aún así, el magnate se ha hecho oír hasta el final en un impresionante 'crescendo' de diatribas, promesas e insultos. Berlusconi compartió el escenario en Nápoles por primera vez con sus dos principales socios, Gianfranco Fini, líder de Alianza Nacional, y el democristiano Pierferdinando Casini. Hasta ahora, los dos han asumido ser eclipsados por la campaña personal del magnate, desmarcándose a menudo de sus salidas de tono y esperando el resultado de las urnas para ajustar cuentas, si es el caso. Pero la verdad es que nadie aventura una previsión y el veredicto de los electores es un total misterio. Los últimos sondeos permitidos por ley son de hace dos semanas, y daban una ventaja a Prodi de entre tres y cinco puntos. Pero la recta final ha sido tan intensa que pueden haberse quedado en papel mojado. Es decir, lo realmente imprevisible es saber si Berlusconi ha reducido distancias con sus 'shows' o las ha aumentado.

El ex-presidente de la Comisión Europea y líder de La Unión, Romano Prodi, prefirió lanzar su último mensaje en Roma, en la Piazza del Popolo, junto a los jefes del resto de partidos del centro-izquierda. Como ha venido haciendo hasta ahora, frente a la imagen belicosa de 'Il Cavaliere' mantuvo su perfil de serenidad y seriedad. «La mía no es una llamada al voto, es una llamada a reconstruir este país. ¿Vamos a reconstruir Italia!», clamó como solución a un país que dibuja al borde del desmantelamiento legal por parte de Berlusconi y que «no es tomado en serio» en el extranjero. Diálogo y unidad fueron las palabras que más repitió. Y sobre todo lanzó la promesa que ahuyenta el gran temor de sus electores: «¿Esta vez no nos vamos a dividir!», en referencia a la victoria de 1996, que les duró dos años.

Encrucijada histórica

Las sucesivas intervenciones de Berlusconi durante todo el día estaban en las antípodas. «Estamos ante una encrucijada histórica para Italia, muy similar a la de 1948, cuando las fuerzas democráticas rechazaron la ofensiva comunista anclando el país a Occidente, a la democracia y a sus valores», proclamó. Se refería a las primeras elecciones celebradas en el país tras la II Guerra Mundial, de resultado incierto, cuando la Democracia Cristiana se impuso al Partido Comunista y alejó el riesgo de un país cercano a la órbita de la URSS. Que el muro de Berlín haya caído hace 17 años no es un problema para las mistificaciones de Berlusconi, que durante toda la campaña ha jugado a crear una sensación de alarma y emergencia nacional, que requiere la intervención, casi divina, de un salvador. Es decir, de él mismo.

Tras compararse con Jesucristo y Napoleón, ayer dijo ser «un Clinton a la italiana». No dejó de mencionar el sacrificio que le supone salvar al país («Tengo la voz rota, voy a golpe de cortisona, ya no soy un chico de 20 años»). También hizo la última promesa que le debía de faltar, abolir el impuesto de basuras (unos 3.100 millones de euros) y las colas de los ambulatorios. Hasta deslizó la última baza de juego sucio contra Prodi, sacando a paseo una donación que hace tres años hizo a sus hijos, un asunto legal que presentó como una treta. En resumen, siguió hasta el final con la épica trasnochada y los recursos populistas más elementales, con un estilo publicitario del mejor vendedor de coches. Terminada la campaña, las dudas son dos. Una: ¿De verdad aún cree que puede funcionar? Y dos, y más preocupante: ¿Funcionará? La campaña electoral italiana, pese a su estridencia, es colorida y verbenera, un reflejo del enrevesado laberinto político que componen cantidades industriales de partidos en un sistema único por su confusión. Esta vez ha habido suerte, porque 'sólo' se presentan 174 formaciones. Son menos que en 2001 y casi la mitad de las 310 inscritas en 1994, la primera vez que ganó Berlusconi. El colorín lo ponen los símbolos, unos cromos redondos que representan a cada partido en las listas. En los últimos años se lleva mucho el motivo vegetal: hay olivos, margaritas, claveles, rosas, edelweiss,... La multiplicación de opciones se debe a que, casi siempre, las constantes disputas internas causan escisiones infinitas y al menos dos partidos se acaban disputando la patente de una misma ideología. Y a veces se alinean con coaliciones opuestas. Hay socialistas -lo que queda de ellos en Italia- a derecha e izquierda. Paradojas de la vida: dentro de La Unión de Prodi, el hijo de Craxi, Bobo Craxi, es aliado del ex-juez Di Pietro, quien persiguió a su padre hasta que escapó al exilio. El ejemplo más gracioso es el de los ecologistas. En el centro-izquierda están los Verdes. Y en el centro-derecha, los Verdes Verdes.

Tal constelación de partidos, con un sistema proporcional, causaba en el pasado una fragmentación demencial en el Parlamento. Decenas de minúsculas formaciones intentaban sacar un diputado como cabeza de puente de una clientela de referencia para que su hombre empezara a salir en la tele, a colocar amigos y a hacer favores. Los grandes partidos tradicionales, como la Democracia Cristiana y luego el Partido Socialista, debían crear alambicadas alianzas que parían gobiernos de hasta siete formaciones. Venían a durar una media de seis meses y luego, vuelta a empezar. Este mecanismo generaba tal telaraña de mangoneos que a finales de los ochenta ya constituía un sistema de corrupción absolutamente compacto y organizado. Fue desmontado por la operación Manos Limpias de los jueces de Milán en 1992. Democristianos y socialistas desaparecieron del mapa y se cambió a un sistema de voto mayoritario que hiciera posible un bipolarismo.

61 cambios de chaqueta

No obstante, esta costumbre del partido creado en torno a un jefecillo se ha perpetuado, y aún hoy sobreviven personajes increíbles, como un tal Clemente Mastella, democristiano que ahora está en La Unión, que negocian con su pequeño 3% de votos al mejor postor. Eso le da a la campaña un sabor provinciano y cada plaza de Roma se llena de pequeños mítines diarios para incondicionales. El resultado es que la coalición de Berlusconi llega a los 20 partidos (con la decisiva aportación de la Lista de Cazadores y Pescadores), mientras que La Unión de centro-izquierda de Prodi aglutina a 17. El número de líderes, por tanto, es elevadísimo y, sin exagerar hay medio centenar de nombres propios de políticos habituales en televisión, buscando sacar pecho.

De todos modos no hay que fiarse: en esta legislatura han cambiado de grupo 61 parlamentarios. Vivir de la política en Italia es un chollo: hay 23 ministerios y el Parlamento tiene 951 escaños (630 diputados y 321 senadores). Y son los que más cobran de Europa, con sueldos de hasta 13.000 euros y grandes privilegios.