Cultura

A vueltas con la autenticidad

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La autenticidad. Uno de los conceptos más controvertidos de la música popular. En su ensayo Reconsiderar el rock, el escritor Keir Keightley compara la autenticidad con «una brújula que orienta a la cultura rock en su navegación por el torrente masivo». La línea divisoria que separa la música trivial de la que merece ser considerada arte. El pop comercial, en un lado, y el rock serio, en el otro. Sin embargo, pese a lo que algunos puedan pensar, la autenticidad no es algo material y audible. «No está en la música», dice Keightley. Por el contrario, es un valor, una cualidad que atribuimos a nuestra relación con la música y a las experiencias que nos ofrece.

Con este abrazo a los conceptos de autenticidad, autonomía y autoría -se premia a los artistas que escriben e interpretan sus propias canciones- el rock se alinea con dos corrientes «complementarias» del pensamiento occidental: el romanticismo y la modernidad. Al igual que el romanticismo, el rock honra su tradición y sitúa la autenticidad en la comunicación directa entre el artista y su público. Y de la modernidad extrae la idea de progreso, el gusto por la experimentación y el uso de las nuevas tecnologías.

En definitiva, el concepto de autenticidad ha proporcionado a la cultura rock los fundamentos sobre los que construir su propia noción de seriedad. Además de permitirle afirmar su superioridad con respecto al pop comercial y demás músicas prefabricadas, favoritos de una masa incapaz de encontrar diferencia alguna entre Frankie Avalon y Buddy Holly, The Monkees y The Beatles, Barry Manilow y Marvin Gaye, o Will Smith y Public Enemy.