Cultura

Ritmos para las masas

'La otra historia del rock' aborda los diferentes aspectos de la música popular, desde la producción y el consumo hasta la influencia crucial de las nuevas tecnologías

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Acudir a una tienda de discos para adquirir el último álbum de nuestro artista preferido es el último eslabón de un negocio que, pese a los vaivenes a los que se ha visto sometido en los últimos tiempos, sigue facturando cada año cifras astronómicas. Sin embargo, la música es una práctica universal común a todos los seres humanos que protagoniza buena parte de la banda sonora de nuestra vida: cantamos en el colegio y en los campos de fútbol, en la ducha y en el coche, sin la obligación siquiera de pagar derechos de autor. Por tanto, ¿cuáles son los motivos que nos hacen desembolsar un determinado dinero por poseer un pedazo de música enlatada?

En La otra historia del rock, publicado en España por Robinbook, se abordan los diferentes factores que condicionan el negocio de la música popular: desde las claves de su producción y consumo hasta la influencia de la tecnología en su desarrollo a lo largo del último siglo. Los profesores universitarios Simon Frith, Hill Straw y John Street son los editores de esta colección de ensayos clarificadores para comprender cómo se las ha arreglado la industria discográfica para transformar una experiencia intangible y etérea como es la música en un producto comercial. Y ganar dinero en el intento.

Pero como nos recuerdan, «la historia de la música popular es mucho más que la historia de su industria. Es, sobre todo, la historia de las estrellas del pop».

En el libro, sus autores rastrean los orígenes de sus diferentes estilos y trazan el perfil de algunos de los artistas básicos, explicando su vinculación con corrientes tangenciales: David Bowie y el arte (fue el primer músico en apreciar la importancia del artista como marca); Elvis Presley, que personifica la relación entre el rock primerizo y el country; Madonna y el videoclip como medio difusor de nuevas tendencias; Bob Dylan y la canción pop como formato literario; el impacto de The Beatles en la cultura pop de masas, y la relación del guitarrista de rock Jimi Hendrix con el mundo del jazz. Las canciones de todos estos artistas proporcionan tanta satisfacción al público como al departamento de contabilidad de las casas discográficas.

Simon Frith defiende que, desde los inicios de la industria musical, gran parte de sus ingresos provienen de la inteligente creación de un star system. Las estrellas han sido, históricamente, la mejor garantía ante los cambios de gusto de un público voluble en un negocio en el que nueve de cada diez lanzamientos son un fracaso comercial. La música, recuerda Frith, siempre ha sido un elemento importante para la creación de las identidades colectivas y la industria, por medio de la identificación con los ídolos musicales, fomenta entre el público un sentimiento de pertenencia a un movimiento concreto, con sus propios códigos musicales y estéticos: los hippies, mods, punks, heavies

Llámese blues, folk, rock, pop, soul, funk, hip hop o country, la música popular fecha en nuestro corazón los momentos especiales. Cargamos las canciones de emociones y significado. Cuando apretamos el play y escuchamos una vieja melodía regresan a nuestra mente viejos sentimientos y emociones conocidas.

La música es, en definitiva, parte ineludible de la educación sentimental de varias generaciones que la industria discográfica nos permite revivir en formato de disco de vinilo, casete, cedé o archivo MP3. La sucesión en el tiempo de estos diferentes soportes es sólo un ejemplo de la influencia determinante de la tecnología en el desarrollo de la música popular.

En Conectados, el profesor y compositor Paul Théberge parte de la siguiente premisa: sin la tecnología electrónica, la música popular del siglo XX es absolutamente inconcebible. El autor destaca tres innovaciones fundamentales: el micrófono, la amplificación eléctrica y los altavoces. Tecnologías que, curiosamente, no fueron desarrolladas inicialmente para satisfacer las necesidades de la industria discográfica.

El micrófono -un invento de la radiodifusión- demostró su eficacia a la hora de captar en el estudio de grabación las sutilezas tanto de la voz humana como de los instrumentos. Bing Crosby fue el primer intérprete que exploró en sus grabaciones las posibilidades que ofrecía este nuevo canal expresivo.

Por su parte, la combinación de la amplificación eléctrica y los altavoces permitió al rock adquirir dos de sus características esenciales (volumen e intensidad), ampliar su espacio de difusión en directo y satisfacer de esta forma las necesidades de un público cada vez más numeroso que en los sesenta ansiaba por ver las actuaciones de ídolos como The Beatles, The Who y The Rolling Stones. Con el tiempo, el uso o rechazo de una determinada tecnología se convirtió en un factor determinante a la hora de definir la sonoridad de los diferentes estilos musicales.

Es conocido el abucheo que se llevó Bob Dylan en el Festival Folk de Newport cuando en 1965 decidió pasarse a la amplificación eléctrica. O la incomprensión inicial hacia la música tecno por renegar de la instrumentación tradicional del rock a favor de los ritmos programados.

Informática

La generalización a mediados de los ochenta de la tecnología MIDI -que permite interconectar en red varios instrumentos musicales- y la democratización del software para crear música han permitido en los últimos años a un número cada vez mayor de artistas crear sus propios estudios de grabación caseros. Este factor, unido al desarrollo de internet como nuevo canal de distribución comercial sin intermediarios, ha provocado que más de un músico se pregunte: ¿para qué necesito entonces a la industria?