Zapatero-Rajoy: el rito del cortejo
Actualizado: GuardarQuienes nos hemos lamentado siempre de que, por la falta de grandeza de la clase política, ETA haya marcado casi siempre la agenda política no tenemos más remedio que lamentar también que el sentido común en las relaciones entre el poder y la principal oposición apenas haya aflorado en la actual legislatura cuando ya no había más remedio que responder a la iniciativa etarra de alto el fuego. Más vale tarde que nunca, evidentemente, pero ese rapto de sensatez de última hora, manifestado en forma de un conocido ritual de cortejo de dos horas y media con sus correspondientes prolegómenos, no libera a sus protagonistas de las duras imputaciones que merecen por su volubilidad oportunista, por la ruina de su credibilidad provocada por la inestabilidad de su propio criterio.
Cuentan las crónicas que Rajoy tiene a sueldo a un conocido estratega que sostiene a capa y espada la «teoría de la crispación», según la cual la oposición se beneficia del clima de efervescencia crítica que consigue imponer en el panorama político. Naturalmente, esta tensión intencionada ha de ceder momentáneamente cuando, por el propio imperativo impuesto por la opinión pública, el PP ha de acceder al gran acuerdo en asuntos de extrema gravedad, como es el caso. Pero el mal ya está hecho: lo verdaderamente razonable hubiera sido que, ante la previsión fundada de un gesto de los terroristas como el que se ha producido y que se venía presagiando desde hace meses, se hubiera mantenido incólume el pacto antiterrorista. Un pacto que se rompió por puro tacticismo.
Sea como sea, Zapatero y Rajoy escenificaron ayer la obviedad, el reconocimiento de que el posible fin de la violencia terrorista, que aparece hoy como una oportunidad, es cuestión de interés general que ha de ser apartada de la materia del debate y gestionada conjuntamente. Es bueno, objetivamente, que el encuentro y sus conclusiones se hayan producido, pero no por ello ganan mérito alguno nuestros políticos sino al contrario: sigue produciendo estupor y desdén la facilidad con que nuestros aspirantes a estadistas pasan de insultarse paladinamente a pactar sutilísimos acuerdos por el bien común.
Quiere decirse, en suma, que la retórica de ayer, aunque necesaria, fue irrelevante. El final de ETA depende de otras condiciones políticas y sociales mucho más sutiles y complejas. La unidad de fondo de las fuerzas políticas democráticas es, en todo este asunto, un sobreentendido que no hubiera sido preciso hacer aflorar si los principales líderes se hubieran comportado menos abruptamente.
En los dos años transcurridos de la legislatura se han dirimido dos asuntos relevantes, sobre los que la controversia principal debía conducir a la unicidad: la reforma territorial y el proceso maduro de erradicación del terrorismo. En ambos asuntos tendrá que haber consenso, por lo que resulta poco serio que, en tanto se alcanza la coincidencia, se organice una colosal contienda mediática. Porque cuando, después, llegan los protocolos de la concordia, sus protagonistas incurren en un inevitable ridículo al tener que mostrar sus rictus forzados a las cámaras y al mirarse a los ojos después de haberse cruzado gravísimos dicterios en un frenesí inapropiado para una sociedad que es mucho más adulta que sus propias organizaciones.
Habría que imponer cierta economía de medios a la teatralización política porque no conduce a nada esta sobreactuación permanente que a nadie engaña, que arrasa cualquier idea de trascendencia, que devalúa la política y que termina siendo aburrida.