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EN EL ARAMBOL

Humo en la carretera

BEATRIZ REVILLA/
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La vista y el oído descansan ya después de un fin de semana frenético en Jerez. El ruido atronador de la combustión de gases, los humos hirientes de asfalto, el cromatismo loco sobre el carenado... como una exhalación se alejan de la avenida Europa, pero no de la memoria. Dos días de tal intensidad no se olvidan fácilmente. La multitudinaria convocatoria de todos los años con el Gran Premio del Mundial de Motociclismo se multiplicó por decenas. Había ganas de marcha, de aceite y gasolina. Era la primera cita de la temporada y ni el mal tiempo se atrevió a deslucirla.

De todos los rincones de España, y de parte del extranjero, los aficionados se lanzaron en masa al paraíso de las dos ruedas y por supuesto, Pedrosa, Bautista, Lorenzo and company no defraudaron al personal. Y es que el mundo motero es así. Grandes emociones que sólo pueden ir acompañadas de grandes concentraciones porque la moto no es sólo motor, libertad y un seductor punto de riesgo, es también fidelidad a un estilo y a una manera de concebir la vida que nada tiene que ver con la rutina y el descanso. Es una comunidad, y como tal no puede evitar arrastrar consigo a una legión de seguidores, de todas las edades y condiciones que se asoman a las dos ruedas entre la simple curiosidad y el gusanillo de algo más. Y sin complejos. Desde un ciclomotor con más golpes que un saco de boxeo o una bicicleta motorizada hasta artilugios de todo pelo, altura y color que bien se merecían un aplauso de originalidad. Hasta el que menos cree pintar, se echa al brazo un casco y ni corto ni perezoso, sale a la calle con abrigo de tres cuartos y un pelo engominado de línea impoluta. Se sube a la Gymkhana y vive las acrobacias con tanto furor como el que más. Y sigue con el casco, seguro que prestado, bajo el brazo. Nadie prohibió nunca aparentar y si no puedes con el advenedizo de tus noches jerezanas, pues únete a él. O también hay aquel que se hace con una chupa de cuero, le pone unas pegatinas y logra, con unos simples vaqueros y una camiseta, ganar enteros que, si puede, rentabilizará aprovechando la confusión del gentío enardecido y las emociones desatadas.

Por cierto, último año para la Gymkhana. En mi opinión, decisión desacertada porque se perderá la mejor manera de controlar las exhibiciones y evitar que se desperdiguen sin orden ni seguridad. Veremos a ver. Pero lo que nunca echará el telón será el Club Cherokee que, visto de año en año, mejora como el vino. Es increíble cómo cuatro paredes de metal, un viejo mobiliario y una pincha en plan animadora de guateque pueden convertirse en el más plácido de los lugares. La clave es sólo carácter, buena gente y, sobre todo, mucha autenticidad. Larga vida al Cherokee.