Los últimos de la lista
ETA los asesinó en Sangüesa con una bomba lapa adosada a su coche camuflado en mayo de 2003. Dos veteranos agentes del servicio de DNI rural cierran el listado del horror
Actualizado: GuardarCuando los muertos por ETA se levanten, uno por uno, para recorrer las pesadillas de los pistoleros, los policías Julián Embid Luna y Bonifacio Martín Hernando serán los últimos en ocupar su puesto en la fila del espanto. A mediodía del viernes 30 de mayo de 2003, cuando sus cuerpos, sangrantes y mutilados, humeaban sobre los adoquines de la plaza de Santo Domingo, en Sangüesa (Navarra), nadie imaginaba que un día iban a ser los últimos de la lista.
Con su auto, el forastero recorre al azar las calles silenciosas de esta villa medieval. Busca un lugar al sol entre las iglesias de hermosos tímpanos y, sin pretenderlo, llega al lugar del atentado. Aparca entre el ruido universal de unas obras. La casualidad ha querido que, justo a la derecha del coche, asome una estela de piedra arenisca roja. Observa dos manos talladas con trazos infantiles que sueltan una paloma al aire. En la base se ven dos flores hundidas o arrancadas de la tierra. En el suelo hay restos de flores marchitas, gerberas y claveles, testigos de homenajes pasados. El visitante lee «Sangüesa en recuerdo a Julián Embid y Bonifacio Martín 30/5/2003». Cuando da la espalda al monolito ve escrito en grandes letras negras sobre una pared: Tanatorio de Nuestra Señora de Rocamador.
Una mirada limpia y serena sobrevuela el escenario tras los cristales. Antonieta Moreira Santos atiende el negocio familiar. ¿Pueden las líneas de una declaración de alto el fuego permanente disipar el horror, enjugar los peores recuerdos, decretar el estado de olvido? Antonieta cree que no. «Mi existencia cambió aquel día. Desde entonces tengo miedo a la vida», dice con su acento de melocotón. Tiene 22 años y recuerda como si acabara de vivirlo ahora mismo el estruendo y el humo, el olor del explosivo, el corazón acelerado, el destino incierto, las caras de los dos peritos que buscaban restos de los cadáveres entre las casas, sus guantes de caucho, la bolsita donde recogieron los restos de lo que en su día fue una mano.
La mano. José Luis Lorenzo estrecha la del visitante como si quisiera quedarse con ella. En Navarra, es una muestra de cordialidad. Y Lorenzo es un hombre cordial. Más que eso. Dos o tres veces por año, sin fecha fija, queda con las viudas de los policías, Carmen y Ana, en una cafetería de Pamplona. Para hablar. Para saber de ellas y de lo que queda de sus vidas, de las bodas de sus hijos, para saber cómo se las arreglan una vez que se han quedado a solas con su soledad. Aquel viernes fatal el hoy alcalde de Sangüesa visitaba una obra, a 50 metros escasos del lugar donde una bomba lapa reventó el 'Citroën ZX' de los policías nacionales del equipo de DNI rural. Lorenzo corrió a ayudar. Vió a Ramón Rodríguez sentado en el suelo, casi desnudo, cubierto apenas por jirones de ropa, mudo, tratando de incorporarse entre recortes de fotografías e impresos con huellas dactilares. «Se me quebraron las piernas», dice entre lágrimas. «Ví los cuerpos de los otros dos policías, destrozados... Y recuerdo a Ramón preguntando '¿y mis compañeros? ¿y mis compañeros?' Le mentí, le dije que es-ta-ban bi-en. Son-mo-men-tos mu-y du-ros», solloza. «Pienso que debía haber acudido a un psicólogo, pero uno siempre cree que es más fuerte de lo que es. Pero esto no pasa. No se supera nunca», dice. «¿De qué sirvieron aquellas muertes? De nada. Para destruir la vida de este pueblo. El terrorismo siempre siembra dudas».
La última conversación
Ramón Rodríguez, el tercer funcionario del equipo, salvó la vida de casualidad. Por retrasarse unos metros. María Luz Lozano es una limpiadora del Ayuntamiento y esta escena es imprescindible en su vida. Trajinaba entre cubos y fregonas en el palacio Valle Santoro (la Casa de Cultura, donde preparaban los documentos), cuando los policías, «que nos hacían bromas», recuerda, abandonaron el local. Con ella tuvieron su última conversación. Intrascendente, como suelen ser la mayoría de los sucesos imborrables. Que si acabo de fregar el suelo del baño, que mejor que no entréis... «Uno pasó. Y otro no entró, nos respetó. Fue el que quedó con vida», dice. La vida, los recuerdos, el azar, tejen estas curiosas redes de coincidencias, de explicaciones, argumentos y razones para tratar de arrojar sensatez a lo inexplicable.
A Ramón, el que no entró al servicio, todavía andan operándole. Cada cierto tiempo, como les sucede a algunos árboles, su cuerpo excreta trozos de cristal, restos de metralla, fragmentos de los parabrisas del coche reventado. Bilis de muerte. Y calla. Ramón Rodríguez guarda un pesado silencio. «Cuando pasó aquello dije que no hablaría y punto. Esto se queda para mí. Lo paso día a día, noche a noche. Pero yo solo», se defiende. La densa cortina no la traspasan los argumentos de la declaración ni las líneas leídas por una mujer con la cabeza tapada por un pañuelo y una boina. Ramón seguirá echándole de vez en cuando un vistazo a las fotos del atentado, las que le pasaron sus amigos de la Brigada Científica, con todo el horror detenido, capturado en los colores tétricos de la destrucción, el día que nació a una nueva existencia. Dicen que ahora se abre un horizonte de paz, pero Anabel Ortigosa, la viuda de Julián, y Mari Carmen Pérez, la de Boni, seguirán quedando en un local anónimo para echar un café y para hablar de sus cosas, de sus rencores, de sus soledades. «En el aniversario del atentado fui la única persona que les llamó. De aquello ha nacido una amistad. ¿Negociar? Ellas no están por esa labor. Aunque a mí la noticia del alto el fuego me produce mucha alegría», dice José Luis Lorenzo.
«Perdimos la ilusión»
¿Qué valor tuvieron aquellas muertes? ¿Para que han servido todas ellas? «Pa joder la parva», sintetiza en puro navarro Ángel Mari Juanto, el dueño de la tienda de pinturas situada frente al lugar del atentado y devastada por la onda expansiva. «Nos jodió a todos, la verdad. Los que estuvimos cerca sabemos ahora que lo que ves en televisión de Irak o Israel no tiene nada que ver con la realidad», reflexiona. «El atentado instaló la desconfianza en Sangüesa», resume María José de Oliveira, una brasileña sabia, de Río. «Antes la gente era más libre, más feliz. Yo aún lo vivo todos los días. Nuestra familia ha perdido la alegría, la ilusión...Y siempre queda el miedo -se sincera- a que pudiera volver a pasar otra vez». La declaración de ayer aleja por un tiempo incierto esos miedos posibles.
En Pamplona, en las afueras de la ciudad, al lado de chalés de autor, de esos que salen en revistas como 'Diseño interior', se levanta el cuartel del Cuerpo Nacional de Policía. Junto a una tapia, más allá del lugar donde se estacionan las furgonetas azules de las patrullas, hay un montón de hierros retorcidos y oxidados. Es el coche. Los asesinos no han podido ser identificados aún y el sumario por el doble homicidio sigue abierto. Así que el vehículo está allí, a la vista de todos los agentes, como un fatal recordatorio al lado de un montón de lavadoras viejas, calderines arrumbados y botes de pintura usados. Félix Valerio, un agente con 30 años de servicio, asignado a Subsuelo y compañero de Embid en la Brigada de Seguridad Ciudadana, conduce al visitante por los pasillos del cuartel.
-«Mira, ése era Julián», señala. Una fotografía del fallecido, del tamaño de un libro mediano, vestido con el uniforme se muestra en el despacho del comisario-jefe y es bien visible desde las escaleras.
Félix Valerio y Pablo Fernández hablan en un despacho de sus compañeros fallecidos, de cómo volvían cargados de pimientos y espárragos cuando iban a hacer carnés a la Ribera, de cómo callaban su condición de policías y lavaban las guerreras grises en las vacaciones o secaban las camisas con el emblema y la bandera en el salón, para que ni sus hijos supieran de su trabajo. Secretos. Compañeros de partida de Boni, merengue y jugador diario de garrafina (dominó a cinco) en el Vía Véneto de Pamplona, descubrieron que era policía cuando su foto apareció en los periódicos al día siguiente del asesinato.
«Ójala hayan sido los últimos. Siempre se dice lo mismo. Pero no nos lo creemos. Esa gente no lo va a dejar si no se les da lo que quieren. Antes que ellos hubo otros que eran los últimos y muchos otros antes», cabecea Valerio. Y el policía enseña una placa de mármol pegada a un muro con el nombre de 13 compañeros asesinados. El policía narra cómo, dónde y cuándo tuvo lugar cada muerte. Son cosas que no se olvidan nunca. «En la placa faltan los nombres de Bonifacio, que era del Batallón de Conductores, y de Julián: se iba a poner una placa nueva y no era cuestión...», dice Félix Valerio. Nombre y dos apellidos sobre el mármol. Letras y más letras. Argumentos, comunicados, razonamientos, declaraciones, palabras. Y tiempo. Pero ¿quién se atreve a hablarles de reconciliación a los muertos?