Esperanza y cautela
Actualizado:Una alegría serena y precavida se apoderó ayer de las palabras y los corazones de una sociedad que aspira a la paz con el anhelo acumulado durante largos años de dolor. Ha sido esa misma sociedad la que ha conseguido abrir una puerta a la esperanza, la que ha obligado a ETA a declarar un alto el fuego permanente que entre todos hemos de convertir en definitivo.
La declaración de «un alto el fuego permanente» por parte de ETA se convirtió ayer en esa buena noticia que toda la sociedad española, y especialmente la vasca, esperaba desde hace tanto tiempo, a pesar de la terrible frustración que supuso la ruptura de la tregua de 1998. Por muchas que sean las dudas e interrogantes que suscita la escueta nota hecha pública por ETA, no podrían empañar el alivio que siente la ciudadanía entera y en especial aquéllos que vienen padeciendo la persecución directa del terrorismo. Pero, de igual modo, la lógica alegría del momento no puede inducir confusión. La sociedad no tiene motivo alguno para mostrarse agradecida -tal y como desearía ETA- a una banda que ha cometido los más horribles crímenes con el ensañamiento de quien pretende imponer su dictadura. Todo lo contrario. El anuncio de ETA, en lo que contiene de esperanza pero también de incertidumbre, invita a la ciudadanía entera y en especial a las instituciones a girar la vista hacia las víctimas del terrorismo, hacia su memoria y las vicisitudes de sus deudos, para recordar que no podrá hablarse de paz si ésta no se construye sobre la justicia en el Estado de Derecho.
El comunicado de ETA abre un período que puede convertirse en lo que convencionalmente se ha dado en llamar «proceso de paz» siempre que concurran dos circunstancias: que desaparezca toda violencia física o coacción expresa y que ETA no pretenda convertir «un alto el fuego permanente» en un recurso chantajista para con la legítima actuación de las instituciones de la democracia. En este sentido, las palabras del presidente Rodríguez Zapatero ofreciendo y demandando «prudencia, calma, serenidad, responsabilidad y el concurso máximo de voluntades» expresan una recepción cabal del mensaje de ETA. El Gobierno tiene el deber de mantener la iniciativa política en un ámbito en el que el propio presidente se ha comprometido tanto. Para ello tiene también el derecho de recabar el apoyo confiado de todas las fuerzas parlamentarias sin otra reserva que su también legítima potestad para expresar su opinión en un leal contraste de pareceres. El anuncio de que en próximos días Rodríguez Zapatero mantendrá un encuentro con el líder del Partido Popular Mariano Rajoy brinda una oportunidad que ambos han de aprovechar inexcusablemente no sólo para enderezar de forma unitaria la estrategia democrática ante ETA; también para devolver el ánimo a una ciudadanía que sin duda deplora el penoso espectáculo que día tras día ha venido convirtiendo a ETA en motivo de enfrentamiento descarnado entre las formaciones llamadas a sucederse en el Gobierno.
Al ejecutivo de Rodríguez Zapatero corresponde administrar el nuevo tiempo granjeándose la confianza permanente de la oposición mediante una comunicación también permanente. A la oposición, actuar con la prudencia y la discreción que el momento requiere. Pero esta misma disposición atañe al conjunto de las instituciones. También al Gobierno Vasco y a su lehendakari. Las palabras de Ibarretxe, anunciando ayer mismo que ha tomado contacto con los representantes de todas las fuerzas vascas para proponerles el «inicio de una fase preliminar de diálogo sin exclusiones con el objeto de concretar calendario, principios, metodología y contenidos» y avanzando además que sus resultados serán sometidos a consulta popular, adquieren toda la connotación de un protagonismo prematuro.
La sociedad alberga la esperanza de que el anuncio de ETA se vuelva irreversible para el terrorismo. Que la violencia sea desterrada ahora y para siempre. Pero aun desde tan optimista y deseable perspectiva, resultaría obligado percatarse de que la etapa que ahora comienza se presenta llena de riesgos políticos, de tentaciones de exclusión, de querencias unilaterales. Incluso en la más optimista de las hipótesis parece indudable que nos adentraríamos en un periodo prolongado de incertidumbre. Paradójicamente el propio horizonte de una pronta desaparición de ETA podría enconar la disputa entre las distintas formaciones, fragmentar el panorama parlamentario en Euskadi y generar tantos agravios como frustraciones. Es por ello que partidos e instituciones están obligados a encauzar de manera ordenada su propia acción política, no sea que las emociones del momento desemboquen en el subasteo público e interesado de propuestas y planes cuya discusión, en todo caso, ha de remitirse a la vigencia de un marco de derecho y corresponsabilidad pública. Un marco que tanto ETA como la izquierda abertzale se obstinan en tratar de desbordar desde el rupturismo.
El peor de los riesgos se encuentra en el olvido. En el olvido de las víctimas del terrorismo y de su testimonio moral como guía para que la sociedad entera pueda discernir la paz de la componenda. El olvido de que hasta la fecha ETA ha frustrado todas las oportunidades que se le han brindado para poner fin a su propia existencia y responder así al clamor popular. El olvido de que «un alto el fuego permanente» no es sinónimo del final definitivo del terrorismo. También por eso es necesario que tanto el Gobierno como el resto de las instituciones y los partidos democráticos adviertan a ETA de que no pretenda conseguir con la añagaza de una tregua concedida lo que no ha logrado arrancar a la sociedad y a la democracia mediante el terror como sistema de coacción generalizado.