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La rebelión de las clases medias

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Como es bien conocido, Francia está nuevamente en llamas, esta vez por las protestas contra el Contrato de Primer Empleo (CPE), una propuesta de flexibilización laboral suscitada por el Gobierno del primer ministro Villepin y consistente en un contrato indefinido de inserción en que el empresario puede despedir al empleado menor de 26 años sin explicación alguna los dos primeros años. La medida es llamativamente dura, sobre todo en un país con un sistema de relaciones laborales todavía muy rígido, y ha sido adoptada por añadidura sin previo diálogo social alguno. Pero el Ejecutivo francés debe haber tomado conciencia de que sin una liberalización significativa de sus estructuras económicas, la decadencia será irreversible. Máxime cuando Alemania, que adolecía de las mismas carencias, está en vías de emprender las reformas tanto tiempo aplazadas, que pueden encauzar a la locomotora europea por la senda del crecimiento y la prosperidad.

El problema fundamental de Francia es de crecimiento, y el de desempleo deriva de éste. Pero para que la economía francesa recupere el pulso en el marco global en que se inserta es inevitable que el país lleve a cabo transformaciones que darán al traste con las tradiciones estatalista, jacobina y proteccionista de que siempre ha hecho gala. Francia, como Alemania, tendrá que renunciar al sector público empresarial, que revisar a la baja el estado de bienestar y que flexibilizar el mercado laboral, como ya hecho, por ejemplo, España. En nuestro país, más del 32% de los contratos laborales son precarios; en Francia, no llegan al 13%. Aunque el desempleo de los jóvenes alcance el 22,5% (y el 40% en los jóvenes sin cualificación).

Estos planteamientos son los que están provocando la rebelión de las clases medias, que ven cómo Francia tendrá que declinar sus viejas pretensiones de grandeur para acomodar el paso a la Europa de su alrededor. Si en otoño se rebelaban violentamente los habitantes de la banlieue, marginados del sistema, sin expectativas cercanas y por lo tanto «al otro lado de la barrera», ahora son las clases medias las que exigen preservar su status, su proverbial seguridad, su estabilidad. Y ello será muy difícil de lograr por mor del conocido círculo vicioso del implacable capitalismo: sin flexibilidad -sin posibilidad de acomodar la oferta a la demanda-, no hay inversión ni por lo tanto crecimiento; sin crecimiento no hay ni prosperidad ni empleo.

En definitiva, la protesta francesa contra el CPE, dramática y paradójicamente secundada por los sindicatos sedicentemente progresistas, es claramente conservadora, por no decir reaccionaria. Se trata de mantener los privilegios de la sociedad acomodada, sin el menor rapto de heroísmo ni de concesión a la utopía.

De momento, Villepin está conduciendo el proceso con frialdad y valentía y, pese a que las encuestas demuestran que el CPE es rechazado por una mayoría muy significativa de franceses, no parece que vaya a ceder en su decisión.

Sea como sea, es patente que el conflicto francés es en cierta manera la expresión de la resistencia al cambio que muestran las sociedades maduras y que resulta inexorablemente de las grandes mudanzas globales. Hoy ya no cabe, en fin, el regreso a las viejas sociedades opulentas y aisladas, protegidas y seguras: la propia idea de la clase media se ha hecho invasiva y abarca a la inmensa mayor parte de la sociedad, aunque con estándares mucho más modestos que antaño. Al tiempo que se ha abierto paso el convencimiento de que ya no tiene sentido resistirse al cambio: lo inteligente es gestionarlo adecuadamente para que sus efectos sean lo menos onerosos y cruentos posible.