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El oasis de los agravios

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No hay recuerdo de otra situación del postfranquismo en la que el mero hecho de gobernar y legislar (incluso un Estatut) hubiera producido en la política catalana tantos agravios. Algunos de esos agravios llegan de fuera, como los juicios lapidarios del ministro Bono sobre el president Maragall, pero casi todos se originan en casa, en el 'oasis' tantas veces admirado y envidiado desde otros territorios.

Unas opiniones de Joan Carretero i Grau, conseller de Governació de la Generalitat, sobre el presidente Zapatero han disgustado a Maragall hasta el punto de que éste exigiera al opinante una inmediata rectificación o, de la contrario, se atuviera a las consecuencias. El conseller, de momento, se atiene a las consecuencias, amparándose en la libertad de expresión, pues sus palabras fueron dichas a título personal, como miembro de ERC y no del Govern. Y recordaba Carretero, tal vez con la intención de enfriar emociones, que Zapatero no había defendido a Maragall cuando Bono le dirigió unas frases que hubieran exigido fulminante rectificación.

Tampoco el conseller de Governació ha dicho nada que pudiera considerarse altamente ofensivo, pues un político independentista como Carretero vive, o debiera vivir, bajo el peso asfixiante del centralismo, venga o no a cuento, pues sólo la opresión origina las más nobles ansias de independencia. De ahí, y como él mismo ha reconocido en sus declaraciones, que a Zapatero le considerara inicialmente como un españolista. Bien es verdad que esperaba que fuera un españolista inteligente, «pero al final sólo ha sido un españolista demagogo».

Sobre el Estatut dijo Zapatero que iba a aceptarlo tal y como saliera del parlamento catalán, pero como de allí salió rasgando la Constitución por varios puntos, en los debates del Congreso se ha hecho necesario no sólo corregirlo sino casi, en algunos aspectos, reinventarlo. Y como las tres fuerzas de la Generalitat, proponentes junto a CiU del proyecto estatutario, no acababan de consensuar las correcciones que el texto necesitaba, se produjo el encuentro de siete horas entre Zapatero y Artur Mas, representantes de las dos fuerzas mayoritarias de Cataluña, para convertir un borrador de máximos competenciales en un texto diáfanamente constitucional.

Y empezaron los celos, no sólo entre socialistas e independentistas sino también dentro de CiU, donde Mas había marginado a Duran Lleida de su negociación en La Moncloa. Pero como no se trata sólo del Estatut sino también del poder, ostentado o apetecido, entre CiU y ERC ha empezado un duelo preelectoral que, dadas las características del oasis, lo ganaría finalmente la moderación, a no ser que ERC lograra revestirse de gendarme moral ante posibles renuncias estatutarias excesivas.

También ha empezado obviamente el pulso entre ERC y los socialistas, en su triple vertiente -local, PSC; federal, PSOE, y nacional, La Moncloa-, con sugerencias cruzadas sobre continuidad del Gobierno tripartito por encima de toda desavenencia o sobre la expulsión de ERC si Carod Rovira decidiese no apoyar, con votos, el Estatut. Será Zapatero, a los ojos del independentismo catalán, un españolista demagogo, pero a lo largo de tres años de Govern, Carod Rovira se ha mostrado en varias ocasiones como un independentista errático y sin hacerle ascos al populismo, esa tentación a la que pocos hombres públicos resisten.