Morituri
Actualizado: GuardarCisnes, patos, garcetas, cigüeñuelas y calamones están de enhorabuena. Ahora ya no mueren de viejos, ni electrocutados, ni de cualquiera de las diversas enfermedades orníticas innominadas. No mueren de arcabuzazo, hambre, alambrada, amor, aburrimiento, sino de gripe. Qué tipo de gripe: aviar, naturalmente; como los hombres mueren de cáncer humano, los cerdos de peste porcina o los caballos de morbo equino. Y dios habría muerto (Nietzsche dixit) de descrédito divino, como es lógico. Pobres (¿y famosos!) volátiles, semejantes a los de la televisión: ahora sus fiambres son conspicuos y temibles. Dicen que en un laboratorio autorizado (Algete, o así, por Madrid) analizan diariamente unos 300 cadáveres de aves y no encuentran individuos enfermos. ¿De qué mueren entonces los pájaros si no es de enfermedad, o de falta de salud cual las aves del César, como diría el clásico? ¿Habrá que atribuir sus defunciones, como apuntábamos, solamente al tiempo, a accidentes desgraciados, a pasiones y conjuros? Gripe aviar, panacea de ministros e informadores, hallazgo neomítico donde los haya, especie reciclada y sin peligro alguno de extinción.
Con esto sucede lo mismo que con casi todo: ave que vuela, a la cazuela. Y si no tiene alas silentes de lechuza, lo convertimos en aura o sombra, en fantasma que se difunde por los páramos mediáticos y las ondas. Guano etéreo que alimenta espíritus modernos y complejos de figuración. Todo en el aire es pájaro, como diría un Guillén; todo infundio es válido para asustar-calmar a la plebe, toda ala plumífera o inventada sirve para volar. Ya no son tiempos de enterrar la cabeza en la arena al modo avestruz, ya vivimos en transparencia y seguridad. Podemos defendernos de los pájaros de Hitchcock y cualesquiera otros, tenemos el derecho de disfrutar democráticamente con el show internacional.
La cuestión es una vez más cómo defenderse realmente de éstos que no han tenido nunca la cabeza a pájaros y que, para una vez que los mencionan, es para tales demérito y mixtificación. Y no es que no haya que investigar sobre la muerte de grullas y faisanes, o sobre si su gripe se transmite de un modo u otro a los demás animales, incluidos los humanos. Pero lo que ya ofende y hastía es el revuelo de los implumes interesados. Cualquier cosa utilizan para tender cortinas de humo y distraer. De múltiples nidos sacan huevos, aunque por pura curiosidad nunca hubieran metido la mano en ellos. Antes les tocó a los caballos y a los cerdos, hoy a las aves, mañana a las tortugas... Algo hay afuera que nos amenaza, una cosa con ojos oculta en el bosque del barrio residencial, el cliché elusivo de tantas películas americanas. Pero ¿no habrá que morir de algo, igual que perecen millones de pollos acuchillados?
Qué pena de pájaros con sus proezas y silbos, sus idas y venidas a despecho de los otros de mal agüero, qué legendaria belleza pisoteada. Cada año vuelven sin esperar que los altavoces anuncien la apertura de la temporada. Los vencejos, golondrinas y aviones confundidos se cruzan con los cormoranes de la bahía, las lavanderas de dragos y plazas, los charranes y alcatraces que se deben a sus horizontes. Se van a morir a otros nortes, se van con sus ataúdes y música a otra parte. Nadie ve sus cadáveres, pocos diferencian sus siluetas, pocos los miran en realidad. Sin embargo ellos regresan y siguen muriendo en órbita. Son astronautas rusos, giran sobre nuestras cabezas protegiéndonos, más que amenazándonos. Y siempre son el mismo vencejo, el mismo avión, el mismo pájaro. Lo dicho más arriba: Ave Caesar, morituri te salutant. O aún mejor: «Las aves del César morían por falta de salud».