Tribuna

Libertad, libertad, libertad

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Vivimos en una etapa difícil; en una etapa de cambios sustanciales en la historia de la humanidad. La globalización no sólo lleva los intereses económicos más allá de las fronteras, sino que da lugar al surgimiento y extensión de nuevos movimientos sociales de todo tipo. Lo curioso es observar que, a veces, la libertad y la democracia no son consideradas como los mecanismos necesarios para el desarrollo humano de esas partes del globo terráqueo que ahora aparecen iluminadas gracias precisamente a la globalización, sino que, al contrario, son consideradas como elementos ajenos, propios de la decadente cultura occidental, y mecanismos de opresión y de explotación colonial. Así, de América a Asia -como en los años 30 en Europa-, se escuchan gritos contra la libertad, y lo más llamativo es que esos gritos encuentren comprensión entre nosotros.

En la crisis política desatada por las caricaturas de Mahoma hay algo de todo esto. Con auténtico bochorno, hemos tenido que leer en la prensa, ver y oír en radio y televisión, afirmaciones de sesudos políticos e intelectuales que nos llaman a la moderación, al respeto a las creencias religiosas, al autocontrol y, en definitiva, a la autocensura. Y, lo más sorprendente es que esto se hace, no ya desde posiciones conservadoras y/o creyentes, de uno y otro signo, sino también -y, a veces, con más contundencia aún- desde posiciones de izquierda, supuestamente laicas. ¿Es necesario recordar aquí que la libertad de expresión surge históricamente como un derecho precisamente frente a la intolerancia religiosa?

No sé qué es lo que mueve esta repentina ola de puritanismo, de contención, y de supuesto respeto a las creencias religiosas de unos y otros, que hasta ahora no habían despertado tal atención ni, desde luego, respeto, sino más bien al contrario. Los creyentes católicos, pero también los judíos y los musulmanes, sus símbolos y creencias, son cotidianamente objeto de broma y de ridículo en nuestro país, como en otros muchos. Y nunca pasó nada. En cambio ahora, aquí y allá nos llaman al respeto y, la verdad, da la sensación de que no es respeto lo que en el fondo se pide, sino silencio.

Pues no, no es eso lo que la situación requiere. Lo que se requiere es claridad, información, debate, conocimiento mutuo y, sobre todo, hacer que totems intocables y tabúes indiscutibles no condicionen nuestra existencia, no aplasten nuestra libertad de pensamiento y, lo que es quizá más sagrado aún, nuestro derecho a expresarlo.

Seamos claros, pues, y tratemos de poner las cosas en su justo lugar, porque lo que se nos ha venido encima, no sólo es dramático, sino que es también, sobre todo, ridículo, patético. Es dramático, porque ya han fallecido numerosas personas, y es ridículo, por las reacciones que el problema ha suscitado, tanto en nuestra clase política como en ciertos medios intelectuales. Se ha producido una absurda mezcla de cuestiones y de planos que son, en realidad, diferentes y que requieren tratamientos también diferenciados. No es lo mismo una caricatura satírica, la utilización del humor para la crítica social, política o religiosa, que la incitación al odio, a la violencia, o la discriminación, por razones étnicas, políticas o religiosas. No es lo mismo un ensayo intelectual sobre cualquiera de estas cuestiones que una soflama mendaz distribuida en un lugar público, con claras intenciones incitadoras. No es lo mismo lo que se diga o escriba en un libro o en un periódico, que lo que se diga o escriba en una decisión de un Gobierno o en una norma jurídica.

Lo primero, la expresión y difusión de pensamientos, ideas y opiniones, la producción y creación literaria, artística, científica y técnica no sólo es algo legal, sino que es de todo punto legítimo y no tolera ningún tipo de censura; y, desde luego, muchísimo menos cuando se trate de una creación literaria, artística, o científica. Se trata de una libertad fundamental: la libertad de expresión. Libertad que no encuentra su límite, sino más bien al contrario, su correspondencia, en la libertad de expresión del otro. Y es evidente que, en el caso de las caricaturas en cuestión, nos encontramos de lleno en este supuesto. Lo segundo, en cambio, la incitación al odio, a la violencia o a la discriminación, por razones étnicas, políticas o religiosas -que tanto abunda en los grupos extremistas que ahora protestan-, es algo ilegal y, desde luego, ilegítimo.

Es verdad que, a veces, es difícil establecer una clara delimitación entre lo lícito y lo ilícito en este terreno y, desde luego, es muy frecuente que en las expresiones literarias y artísticas se caiga de lleno en el mal gusto. Pero, si esto último no puede tener más sanción que el desprecio, la delimitación de lo ilícito y la correspondiente sanción requiere una legislación específica y una decisión judicial. Sin embargo, esta legislación ha de estar plenamente justificada y ha de salvaguardar el núcleo central del derecho en cuestión, como ha sostenido reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional. En este sentido, baste citar aquí, como ejemplo, el art. 20.4 de la Constitución, el cual sostiene que esta libertad tiene su límite en el respeto a los derechos reconocidos en la Constitución y, especialmente, «en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia», derechos que son subjetivos, predicables de la persona humana, y no de colectivos indeterminados. El Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de 1950, es más detallado y precisa que «El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial» (art. 10.2). Y, desde luego, no parece que la publicación de caricaturas de tono humorístico en un periódico venga a ser una vulneración de ninguna de las limitaciones incluidas en este precepto.

Y si todo esto es así, ¿por qué nuestros políticos nos llaman a la autocontención? Pues será por motivos políticos, o por intereses estratégicos o económicos. Pero ello se mueve en otro plano y son otros los sujetos que allí operan: otros dirigentes políticos. Por lo tanto, es frente a esos otros políticos contra -o con- quien deben operar nuestros dirigentes, para defender nuestros intereses, no frente a sus propios ciudadanos. Comprendo, pues, en este plano, que la actitud de los dirigentes políticos venga regida por la moderación e inspirada por criterios de oportunidad. Así debe ser. Sin embargo, los criterios que rigen la política sirven para dirigir los gobiernos de los Estados, y esa moderación debe referirse y limitarse sólo a ese ámbito y, desde luego, ser exigible a los Estados vulneradores de los derechos fundamentales. En el ámbito social, en cambio, la intervención del Gobierno debe ser nula o, como dice la Constitución Española en su art. 9, debe «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas».

Frente al fanatismo y la intolerancia, frente a la ignorancia y desprecio de los derechos humanos, pues, democracia y ¿libertad, libertad, libertad!