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Una muchacha

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Hace unos días que tengo la sensación de cruzarme con ella por la calle. Veo las caras de las que pasan junto a mi. Cualquiera de ellas podrían ser, pero no. La intuyo, la presiento. Es como si aún no hubiera llegado el momento de dejarse ver, pero hay algo en el aire que anuncia su presencia.

El tiempo juega a su favor. Seguro estoy que me la encontraré de cara en cualquier cruce de calles un día de estos, con su blusa estampada, moviendo con gracia su falda al andar, sobre puntiagudos tacones de sombras. Los nubarrones del cielo parecen contradecir mis ansias por encontrármela cuanto antes. Por un lado, pienso que no debo impacientarme; por otro, el recuerdo de su fragancia, de la comisura perfilada de sus labios, de la desenfrenada curvatura de su mirada, de su prolongado cuello precipitándose en la profundidad de unos botones quedos, medio abrochados, me supera y no encuentro el momento de recibirla, con los brazos abiertos y el alma renovada de sueños.

A mi edad y en mi estado, ya no estoy para cortejar chiquillas de carne y hueso. Ella es el único idilio que me puedo permitir. Es a la única que ahora puedo esperar impaciente en una esquina, aún sabiendo que su tiempo no es el de las manecillas del reloj. Ella es única y son todas. Estará en cada mujer, sólo hay que estar pendiente del brillo de unos ojos, de una insinuosa sonrisa, de la desenfadada ondulación de una melena. Por más que pasen los años, con mayor ilusión, bien lo sabe Dios, espero su llegada.