La nevada del siglo en los inviernos del calentamiento global

Moda en la nieve

permitió a los neoyorquinos airear el guardarropa de montaña

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Recuerdo que en Jerez cada vez que caía la temperatura las mujeres señoriales se apresuraban a sacar los abrigos de visón que tenían frustrados en el armario.

En Nueva York no nos faltan oportunidades para lucir ropa de abrigo, pero la colección de alta montaña corre peligro de apolillarse con esto del calentamiento global. Y al precio que está la moda sería todo un desperdicio.

Como dijo mi amigo Andy Robinson en La Vanguardia -ya saben que me honro en citar a la competencia-, la nevada del siglo no pudo caer en mejores fechas: empalmó justo con la Semana de la Moda. Hasta el viernes vimos a las esbeltas modelos de Carolina Herrera y Oscar de la Renta, pero a partir del sábado le tocó el turno a la gente real. Eso sí, en vez de adelantar la colección del próximo otoño, los de a pie vestíamos la del invierno anterior.

El primer día la gente se limitó a observar por la ventana con mucho escepticismo y cierta precaución, pero para el domingo, cuando amainó la ventisca y la nieve en polvo se acercaba al metro de altur, empezó el desfile.

El agosto lo habían hecho los vendedores de gorros de piel a lo Lenin, este año con orejeras a lo mongol, que misteriosamente habían brotado a precio de saldo por todos los puestos del Soho.

Los high tech presumían con chaquetas de Goretex, porque el plumas, déjenme decirles, está pasado de moda. Lo que pega es ese tejido transpirable que bloquea el viento y evita la sudada, porque en las condiciones de estepa rusa que teníamos, un paseo de dos o tres manzanas parecía como subir el Everest.

Triunfaron las botas a lo Sundance, el festival de cine que Robert Redford fundo en Park City (Utah). Seguro que las han visto, son ésas a lo esquimal, con pieles por fuera, cordones cruzados y un cierto aire a cavernas.

Mi amigo Andy prefirió sacar las Timberland que califica de modelo Paul Bremen en Bagdad, y otros aprovecharon para tirar de esas de plástico hinchadas, tipo astronauta, que se usan para esquiar, con las que hasta en suelo firme hay que impulsarse con los brazos si uno pretende poner un pie delante del otro. Y así es como mientras mi madre llamaba preocupada para saber si tenía provisiones con las que sobrevivir al asedio de la nieve, yo contemplaba en las concurridas calles blancas la pasarela de la nieve, donde hasta los padres bajaban por las calles arrastrando a los niños en improvisados trineos. Manhattan de blanco y sin coches, todo un lujo.