Oficiantes de brujo
Actualizado:Llamamos aprendices de brujo a quienes, en su inmadurez, ponen en marcha procesos cuyas consecuencias desconocen. Y llamamos oficiantes de brujo a aquéllos que, en su insensatez, ponen en marcha procesos cuyas consecuencias catastróficas conocen o pueden prever, pero no pueden controlar; y a pesar de ello, siguen actuando.
El encendido debate en torno a las eventuales excarcelaciones de sujetos condenados por gravísimos delitos está dando lugar a que algunos, con el beneplácito seguidista y acrítico de muchos, oficien de brujo.
Son aquellos que conocen que, en nuestro universo político-cultural, labrado a alto costo personal y social durante siglos y llevado a su actual configuración hace, al menos, dos centurias, el principio de irretroactividad forma parte del núcleo duro de principios del Derecho penal democrático. Saben que una norma penal posterior a los hechos, no puede influir sobre ellos. Y que, en consecuencia, sería inútil. Saben, igualmente, que sería ilegítimo proyectar sobre el pasado valoraciones distintas a aquéllas vigentes en el momento de comisión de los hechos.
Lo saben porque así se ha venido admitiendo pacíficamente desde el nacimiento del Estado moderno. Y así lo han venido consagrando las Constituciones y los códigos penales de los países de nuestro círculo de cultura desde que existen Constituciones y desde que existen leyes penales, en el sentido propio del término.
Claro que hay excepciones. La hitleriana ley Van der Lubbe tuvo efecto retroactivo para poder condenar al presunto incendiario del Reichstag. Y también tuvo efectos retroactivos la franquista Ley de Masonería y Comunismo. Pero ni el Código penal nacionalsocialista, ni el español de 1944 se atrevieron a negar el principio de irretroactividad de la ley penal.
Ahora, los oficiantes de brujo no sólo nos dicen -en contra de la opinión de todos los expertos, del Código Penal y de la Constitución- que la ley penal puede aplicarse retroactivamente, y que no hacerlo así constituye ignominiosa claudicación. Nos dicen también, curándose en salud, que si eso no es posible, lo procedente es «cambiar la ley» (palabras literales). Pero cambiar la ley penal, para aplicarla a hechos cometidos hace veinte años, es volver al modelo Van der Lubbe.
Que Dios nos pille confesados. Porque esto es lo que preconizan, para evitar la excarcelación de condenados por crímenes gravísimos, quienes, a lo largo de años no han formulado ni una sola denuncia de esos sujetos, por comportamientos que -según acusan a toro pasado- revelaban una inequívoca militancia en asociaciones ilegales o un enaltecimiento del terrorismo. Quienes no denunciaron esos delitos -si es que existieron- ahora piden cambiar la ley penal (que, por cierto, está cambiada desde 1995). E insultan al Fiscal General del Estado por respetar un principio legal vigente en todos los países democráticos. ¿Y el respeto hacia las instituciones, a la legalidad? ¿Que le parta un rayo!
Son oficiantes de brujo que abusando de la alquimia simplona del sentimentalismo están desmantelando el Estado de Derecho. Y siguen, insensatamente, actuando.
Sin observar, por ejemplo, que, en universos muy próximos, el integrismo de raíz religiosa se autopropone como alternativa beligerante frente a un Estado de Derecho -a la europea- al que los oficiantes de brujo han ido debilitando.
Ha costado superar, en la democrática Europa, el lastre tridentino que se refleja en la Constitución española de 1812 -que proclama, nada más y nada menos, que la religión católica, apostólica y romana es la única verdadera- o el Código Penal de 1822, que castiga el delito de apostasía. Por no hablar del Código Penal de 1944, inspirado, según afirma orgullosamente, en los «reparadores principios del Cristianismo».
Ha costado conquistar la laicidad que legitima la crítica al integrismo religioso. Y, algunos más que otros, lo olvidamos cuando seguimos avalando guerras santas de invasión. Claro que no las llamamos así, pero sí las fundamentamos apelando a la moral (religiosa). El presidente Bush se hace acompañar de lo más granado de la jerarquía anglicana a la hora de anunciar sus campañas de agresión. Y una parte significativa del episcopado español sale a la calle, bien acompañada, es cierto, para satanizar opciones sexuales o modelos educativos. En el nombre
Pocos meses más tarde, les asusta el integrismo. Son oficiantes de brujo. Desencadenan tempestades.
No hay problema, pues, como cantaba la voz rasgada de Cafrune, «es para otros la llovida».