PAGO DEL HUMO

Utopía en Casas Viejas

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Estos últimos días (aunque la polémica viene de meses) Cecilio Gordillo, Francisco Espinosa, Juan José Téllez, José Luis Gutiérrez Molina y otros muchos ciudadanos de voz benemérita (no sólo la va a tener la Guardia Civil) la han levantado contra un desmán político-turístico de considerables proporciones. Las advertencias se han referido a ciertas formas de gestión derivadas de un hecho básico, que es el que aquí interesa: resulta que en el pueblo que tanto tiempo tuvo disfrazado su nombre con el más eufónico de Benalup se ha construido un hotel de alto standing y bajo futuro, con instalaciones deportivas adyacentes, y que en principio se quiso llamar La Libertaria y ahora sólo repite el título legendario de Tomás Moro, «el mejor hombre del mundo» según Erasmo de Rotterdam.

En tiempos de efigies sagradas mancilladas y clamores por la libertad, de palabra al menos, concuerda como es natural este viscoso asunto de negocios y homenajes mezclados, pragmatismos folklóricos y falta de escrúpulos. No se trata ya de que los sentimientos adscritos a los lugares sean intocables, pues intocable no debe haber nada, como no se trata de que las religiones detenten ante la ciudadanía ningún tipo de patente. De lo que se trata es de la significación de las ideas, si es que aceptamos que la Humanidad se ha ido más o menos dignificando por ellas. Las ideas nobles fueron primero y luego vinieron los que las manipularon a su conveniencia. Así se llamó socialismo utópico o justicia libertaria a un principio surgido contra la barbarie y la explotación. Lo humano sojuzgado fue primero, y primero sufrió y murió miserablemente bajo caciques y feudales primitivos, que poco a poco se fueron sofisticando y asomando sobre las dunas como los enebros. Todos bebieron de ese impulso de libertad, reparto equitativo de tierras, rechazo de la abusiva jerarquía, hermandad justiciera y abierta. Los que supieron y pudieron hacerlo construyeron teorías políticas y económicas a partir de esos fundamentos y con esa fecunda levadura se armaron.

Pasó lo que casi siempre. Se construyó un edificio con hermosos cimientos y superestructuras volátiles. Se puso la primera piedra y sobre esa piedra se levantó en efecto un falso testimonio. Un hombre desnudo y hambriento consiguió escribir un libro y puso su vida, que era la de todos, en unas cuantas palabras. Un editor lo vendió en tantos sentidos, lo malversó y humilló. Otros desaprensivos construyeron un hotel, un campo de golf, una pista hípica, un centro de interpretación, un monumento a la historia o la historia de un monumento. Pusieron en su cúpula un dios con nombre rico y poderoso como un castillo de naipes. Algunas gentes honestas protestaron avergonzadas. Se quitó el primer naipe libertario, que no liberal; se quitó el segundo naipe utópico, se desecó el campo del golf y la memoria. Quedó una moneda de corto vuelo, un esqueleto bochornoso.

Qué remedio: el mal ya está hecho por la sola existencia de esos tahúres malabaristas y sus libres mercados. El mal está de nuevo en la idea contraria de la inmediata y parcialista explotación. No en el recuerdo emocionado ni en el respeto profundo a lo que además no era una utopía, sino en la superficie y en la revisión desalmada, en el subterfugio para la indebida apropiación. Ahí fueron asesinados los que iban a ser abono para árboles enemigos. Ahí se los olvidó con malos recuerdos. Ahí tal vez se quiere ahora dar una tardía y cínica lección a la II República. Pobre Azaña, otro como Tomás Moro, qué errores y tibiezas. Un hombre excelente, si los ha habido en España, a quien los hados no fueron favorables.