¿Qué significa recordar?
Actualizado: GuardarComo todo rito conmemorativo, la celebración del Bicentenario de 1812 se ofrece como una oportunidad para inventar el futuro a través de la reconstrucción del pasado. Pero esta operación historiográfica, que es en último término la que da sentido a todas las expectativas suscitadas por el evento, dista de ser ingenua. La memoria y el olvido son selectivos. La cuestión no es por tanto y simplemente recordar 1812, sino delimitar qué clase de recuerdo es el que puede despertar nuestras energías dormidas, estimular el compromiso activo con los valores y hábitos de la democracia, el cultivo de nuestra mejor tradición liberal y la construcción de un marco político acorde con el cosmopolitismo de la sociedad global y con la condición plurinacional de España.
El recuerdo es valioso si y solo si es capaz de mostrarse útil para la vida, si nos permite ir más allá de nosotros mismos, mejorando nuestras instituciones y las coordenadas de nuestra convivencia. En consecuencia, la conmemoración deberá participar de un modo u otro de esos tres tipos de reconstrucción del pasado evocados por Nietzsche en la primera de sus Consideraciones Intempestivas, titulada precisamente De la Utilidad de los Estudios Históricos para la Vida. Comparece en primer lugar la «historia anticuaria», movida por el afán de conservar la herencia recibida. 2012 será una ocasión irrenunciable para que los poderes públicos y privados colaboren apoyando todas las iniciativas y proyectos consagrados a la investigación y difusión de nuestro patrimonio histórico y artístico relacionado con la Constitución de 1812, desde las fuentes que conforman los clásicos del liberalismo hispánico hasta la rica tradición literaria, jurídica, periodística e iconográfica de la época en cuestión.
En segundo lugar hace acto de presencia la «historia monumental». Esta forma de narrativa se asienta en la firme creencia de que las grandezas pretéritas sólo pueden proyectarse en el porvenir mediante su glorificación en el tiempo presente. Se trataría entonces de enaltecer, difundir y en su caso de edificar esos «lugares de la memoria» que hagan visible para todos la relevancia de 1812 como entronización de la modernidad en España. Que en las calles, en las plazas, en los enclaves públicos y en los océanos del ciberespacio, quede marcado el homenaje a las gestas y a los héroes de aquella ocasión. Que en nuestras escuelas los nombres del Conde de Toreno, Mejía Lequerica o Muñoz Torrero eclipsen a los de los protagonistas de Gran Hermano.
Finalmente, y por encima de los dos géneros mencionados, se trataría de efectuar una «historia crítica». En ésta no se trataría de conservar y de glorificar, sino de juzgar y de condenar. Aquí el pasado se pondera desde las inquietudes del presente. ¿Por qué la tradición del pensamiento político liberal ha sido tan frágil y tan precaria en España? El ensayo de Santos Juliá, Historias de las Dos Españas, lo demuestra de forma incontrovertible. ¿Qué es lo que hace que el liberalismo, como disposición incorporada, arraigada, encuentre tantos obstáculos en esta tierra cainita e incivil?; ¿por qué no somos aún suficientemente liberales?; ¿qué dosis de liberalismo político podemos soportar?.
La herencia de 1812, forjada bajo el estrépito de los cañones invasores, descansaba en el principio de soberanía nacional, hoy desvirtuado por la sumisión de los Estados a los intereses que rigen el mercado global y un escenario político (el Imperio comentado por Tony Negri y Michael Hardt) cuyos protagonistas actúan a escala planetaria.
El legado de 1812 suponía el fin de la sociedad estamental y el tránsito correlativo de la sangre (el destino) al contrato como criterio de ciudadanía. Sin embargo, sigue pendiente la abolición de esos «estamentos modernos», como los llama Ulrich Beck, que son el género, la raza y la patria, cuya afirmación esencialista deriva en las víctimas de la violencia doméstica, los rebrotes de xenofobia y los delirios del nacionalismo étnico.
El espíritu de 1812 implicaba también la separación de la Iglesia y del Estado y la subordinación de la fuerza militar al poder civil. Fueron los próceres de Cádiz, entre los que abundaban eclesiásticos y militares, los que sentaron (todo lo tímidamente que se quiera) las bases de esta tradición. Pues bien, apenas hemos dado por descontada la consolidación de ambos principios cuando el ruido de sotanas (contra el matrimonio gay, contra la reforma de la enseñanza, contra la investigación con células madre) y de algunos sables (el reciente episodio del general Mena) nos despierta de nuevo a la realidad.
La conmemoración del Bicentenario, vertebrada a partir de este triple relato (anticuario, monumental, crítico), debe servir para vacunarnos contra las nuevas formas de despotismo, convirtiendo a la tradición liberal, más allá de su condición de ideología o de forma de gobierno, en un verdadero automatismo corporal.