Tribuna

La Conferencia de Algeciras, hoy: paradoja de la encrucijada diplomática española

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La Conferencia de Algeciras, cuyo centenario celebramos estos días, fue considerada en su momento un triunfo de la diplomacia española. El texto del Acta de Algeciras y posteriormente (8 de abril de 1907) la entrevista de Cartagena entre Alfonso XIII y el rey inglés Eduardo VII, certificaron el mantenimiento del status quo territorial en Marruecos entre Francia, España y Gran Bretaña. París vio satisfechas sus aspiraciones de erigirse en el árbitro del Norte de África y excluir cualquier intervención alemana en una de sus áreas de influencia preferidas; Londres se aseguraba el equilibrio de poder en el Mediterráneo ante la amenaza de la Tríplice y Madrid podía contar con un éxito que apuntalase el giro de la política exterior, más atenta a las particularidades geoestratégicas de España.

Este logro no se midió en términos territoriales o políticos, sino sobre todo morales: se volvía a jugar un papel de importancia en el concierto mundial tras el desastre del 98. España podía presentarse, gracias a las tensiones generadas por el tema de Marruecos, como una potencia mediterránea y que colaboraba en el mantenimiento de la paz y seguridad europeas. Si bien, tal y como señaló en aquellos momentos el canciller alemán Bülow, lo hacía en una situación de vasallo. La «vergüenza inevitable», a la que hacía referencia Unamuno con respecto a la no-intervención española durante la I Guerra Mundial, era la constatación de la pobreza en recursos materiales, humanos, políticos, diplomáticos y estratégicos. Faltaban una estructura socioeconómica moderna, unas fuerzas armadas eficaces, unos cuadros preparados, un concepto estratégico acomodado a las necesidades y posibilidades de nuestra acción exterior, y unidad política. Pero sobre todo, quedaba por dilucidar la disyuntiva de la política exterior española desde los tiempos del cardenal Cisneros: centrarse en Europa o en el Sur.

Hoy la situación ha cambiado, en algunos aspectos. España ya no es una pequeña potencia sino una potencia media o regional. Tanto los índices materiales y cuantitativos con los que, politológicamente hablando, se mide el poder (localización geográfica, desarrollo socioeconómico, potencial tecnológico, volumen y capacidad de las fuerzas armadas, población ), así como los intangibles y cualitativos (sistema político, soft power, inserción en el sistema y sociedad internacionales ), confirman esta realidad.

Pero las disensiones ocasionadas por el conflicto iraquí y la todavía escasa atención que, a todos los niveles de la sociedad civil y el gobierno, se presta a los asuntos mundiales, muestran que hay muchos aspectos que mejorar.

Sin embargo, el principal escollo por sortear para nuestras relaciones internacionales es la resolución de la encrucijada entre Europa y el Sur. La Conferencia de Algeciras, vista desde los ojos del presente, es una lección de la que extraer interesantes conclusiones sobre este particular. Si se produjo, fue a causa de la agresiva campaña que el káiser alemán Guillermo II inició en 1905: la situación de Marruecos era una cuestión que interesaba a Europa y la solución del problema marroquí requería del acuerdo de las principales potencias europeas. A su vez, España pudo reflotar su crédito exterior en el Viejo Continente gracias a su participación e influencia en una disputa directamente relacionada con el Sur. Europa y el Sur, en Algeciras, no se presentaron como dos horizontes antitéticos sino complementarios: Madrid se hizo algo más grande en Europa gracias a Marruecos y gracias a Europa tuvo una voz propia, aunque disminuida, en Marruecos.

Tal y como ha indicado Charles Powell, la progresiva consolidación de España en el sistema internacional durante los últimos treinta años, tanto en el plano europeo -UE- como atlántico -OTAN-, ha recorrido un camino paralelo a la profundización de sus contactos, intereses e influencias en los espacios de la llamada periferia, principalmente América Latina y Norte de África. Ésta es la paradoja de la encrucijada de nuestra diplomacia, que ya se vislumbró en la Conferencia de Algeciras: para alcanzar las mayores cotas de prosperidad y paz, España en Europa no ha de olvidar nuestras responsabilidades con el Sur y las oportunidades que ofrece, y viceversa.

Por último, hay que recordar la importancia que en todo este proceso tienen las regiones y el poder local. Sin compartir las tesis maximalistas de un Kenichi Ohmae en su El fin del Estado-nación, la realidad del mundo complejo e interdependiente de la globalización exige que las instancias de gobierno municipal, provincial y regional de ambas orillas del Estrecho, asuman y disfruten de mayores competencias y recursos para impulsar los proyectos de cooperación, desarrollo, intercambio cultural que son las únicas y verdaderas vías con las que alcanzar la convivencia y la alianza de civilizaciones tan propagandísticamente pregonadas y auténticamente necesarias en el mundo actual.