MAR DE LEVA

Quince minutos sin luz

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Nunca pasa nada, y por eso cuando sucede algo que se sale fugazmente de la norma nos gusta cargarlo de proporciones épicas (y quizá a eso se deba parte de la tendencia a escandalizarnos por el puro afán de escandalizarnos que sacude a la sociedad española de un tiempo a esta parte). Se nos va la luz durante un cuarto de hora y al día siguiente ya no hay otro tema de conversación, en los puestos de trabajo y en la tertulia del café: «¿Dónde estabas durante el apagón?», te preguntan a todas horas, como si ese momento fuera algo a recordar para la historia, comparable al asesinato de Kennedy o el atentado a las Torres Gemelas.

Lo más normal es que el miércoles pasado ustedes estuvieran, como yo, haciendo cualquiera de las cosas intrascendentes que nos van desgastando la vida: dándose una ducha, sacando a pasear al perro, tomándose unas cañas con los amigos o viendo por la tele el concurso del Falla (con la radio puesta a la vez, porque según parece la calidad del sonido no es muy buena). Se nos fue la luz y de inmediato, aparte de la desorientación momentánea, las risas (o el cabreo de quien grababa en el MP3 la chirigota que estaba en el escenario), algún comentario chusco sobre dónde poner las manos si estaban ustedes en reunión, y hasta la propuesta en broma de largarse sin pagar que hace que de pronto el dueño del bar eche con disimulo la baraja como si en vez de en un bache estuviera usted en la caja de seguridad de un banco de Lausana.

El cachondeo se convierte en desconcierto cuando vemos que pasan los minutos y la luz no vuelve o, como el otro día, regresa durante milésimas de segundo para volver a ahogarse en la nada. Y entonces empieza el desconcierto. En las casas asoman las velas y hasta algún quinqué anuncia con su tembleque metálico que todavía existe y tiene una utilidad olvidada aparte de ser una reliquia que retrotrae al Santo Grial o a los recuerdos de la postguerra y el cariño de las abuelas. Cuando el apagón ya dura diez, doce minutos y no parece que tenga solución, y escuchamos en la calle algún alarido gutural imposible de situar y hasta el sonido del tráfico parece diferente, es cuando al cachondeo y el desconcierto los sustituye algo que nunca querremos reconocer como lo que es: el puro miedo.

Nuestra sociedad civilizada se basa en la tecnología, es decir, en la luz, y cuando se nos va la luz nos damos cuenta, siquiera brevemente, que sin lo que la luz nos proporciona no somos nada: tataranietos de simios que viven en cuevas verticales, Homo abilis que sin la habilidad prestada de los expertos no tenemos ninguna habilidad propia. Se nos estropea la carne, los frigoríficos hacen aguas, la comida en la vitrocerámica se enfría y se impacienta, las conversaciones del Messenger de nuestros hijos se van desconectando una a una como si al otro lado de la conexión hubiera llegado el fin del mundo, se nos hace más eterna la noche porque la oscuridad la amplifica y ya no podemos ni aburrirnos ante la tele ni hipnotizarnos con la verborrea mágica de la radio ni viajar a otras vidas leyendo hasta que el sueño nos reclame. Sin la luz, ya lo dice el Génesis, sólo nos queda el espanto de las sombras.

Luego la luz vuelve y nos reímos, y la vida continúa como si tal cosa, y nos da coraje no haber guardado a tiempo la copia de lo que estábamos tecleando en el ordenador o acudimos presurosos a ver la carita de quien se ha quedado encerrado en el ascensor. Respira tranquilo el dueño del bar, continúa con sus gorgoritos la chirigota o la comparsa, el perro localiza la casapuerta que dejar toda perdida y el frigorífico se estremece y la calle deja de ser territorio inhóspito para asumir de nuevo su condición de vereda domada. Sólo las alarmas de los bancos siguen lloriqueando, alertando de que, aunque no haya pasado nada, hemos estado cerca de perder el equilibrio que nos mantiene en pie. Quince minutos eternos se arrinconan en el olvido. Ni queremos imaginarnos lo que sabemos que sucede en otras colmenas humanas más grandes cuando el apagón dura horas.

Los niños de hoy en día ya no llaman a Macario para combatir el mareo con su luz. No saben, como no sabíamos nosotros, que a quien llamábamos realmente era a Prometeo. El que nos permitió vivir de prestado cuando robó la luz del fuego, o sea, la tecnología, para que nos creyéramos dioses mientras nadie nos la apagara.