Cartas

Carta al tabaco

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Mi querido enemigo:

Nos conocimos allá por el año 1964. Yo era un crío. Tú tenías el caminito corrido... No fue un flechazo. Al principio, no te soportaba. Me producías náuseas. Tu sola presencia me asqueaba. Siempre le comentaba al amigo común que nos presentó, que no me caías bien. Pero cada vez era más frecuente tu presencia en nuestras reuniones. Esporádicamente, hacías acto de presencia y tonteabas con todos nosotros hasta que, como por arte de magia, como humo que se difumina hasta perderse, desaparecías de nuestras vidas, hasta el día siguiente o el otro. Poco tiempo. Para que no te olvidaramos. Parecía como si quisieras entrar en nuestras vidas por narices. Querías enamorarnos a todos. Aparecías con los más diversos perfumes. Te teñías con frecuencia, pasando del rubio al negro sin rubor alguno. Con los perfumes igual. Parecía no importarte oler un día a Oriente y al otro día a los exquisitos perfumes egipcios, tonteando asimismo con los suaves y americanizantes toques del perfume de Virginia o con los rudos perfumes españoles de aquellos tiempos. Te hacías querer en cualquier sitio. Intimabas con cualquiera. Eso nos atraía más y más. Igual estabas en la mejor cafetería de nuestra ciudad que en el quiosco más inmundo. Te atraían, también, los cestos de los que vendían chucherías. Y hasta los puestos ambulantes de nuestras fiestas. Eras amigo de rufianes y de señores. De gañanes y de estudiantes. De hombres y mujeres. Te llevabas bien con todos. Si hubieras sido político, hubieras arrasado. Has estado en cárceles, manicomios, conventos, burdeles, cuarteles, bancos, academias, colegios, despachos, bares, bodegas, sacristías, tascas, hospitales, farmacias, taxis, autobuses, trenes y aviones, etc..., inundando el aire con tu sola presencia. Hasta en los entierros te presentabas ufano, sin importarte lo que opinaban de ti. Sin pensar que quizá, al difunto, pudiste haberle hecho mucho daño. Pero a ti sólo te importaba la fama. Querías ser imprescindible en nuestras vidas. Y al menos conmigo lo has conseguido durante cuarenta años. Te quería a todas horas. Te buscaba si no te tenía. Te necesitaba tanto que llegué a crearme un sagrario, para que nunca me faltaras. Ocupabas, siempre, el lugar principal en mi casa. Para ti he usado las mejores platas y los mejores cristales. Hasta en los instantes mas íntimos has estado conmigo. He compartido contigo mis mejores momentos. Mis alegrías y tristezas. Y he de decirte que aún a sabiendas del daño que me hacías, me eras simpático. Olías bien. Me gustaban tus vestidos, cada vez mas modernos y de mas calidad. El colorido de tu ropa. En definitiva: no podía vivir sin ti.

Pero toda historia tiene un principio y un fin. Y hace ocho años comenzó a fraguarse nuestra enemistad. Sin saber a ciencia cierta si eras o no, te hice culpable de un suceso que me ocurrió. La gente opinaba que tú habías sido el culpable. Yo no te podía culpar. Pero poco a poco la opinión que sobre ti tenían los demás iba minando mi ecuanimidad para contigo. Existían indicios de tu culpabilidad, pero solo eso, indicios. Te hacían culpable a ti, pero eras coincidente con otros en la misma culpa. Por eso he estado ocho años sin querer creerlos. Cerrando mis ojos a una verdad cada vez mas patente. Para olvidarte he recurrido a la medicina oriental, a la medicina occidental, a las terapias e incluso al lavado integral de mi cerebro por medio de la lectura. ¿Y qué? Nada. Seguí deseándote como en mis mejores tiempos. Yo mismo me autoconvencía de que pronto te dejaría para siempre, aún sabiendo que eso no sucedería jamás. No podía dar un paso. Jadeaba al menor ejercicio físico. Hasta que sucedieron dos episodios parecidos al de hace ocho años. Y ahora sí. Ahora me consta que tú has sido el culpable de mis desgracias. Ahora me doy cuenta de lo cruel que has sido conmigo. He sido tu esclavo cuarenta años de mi vida. A ti no te lo perdono; pero a mí, tampoco. Con lo fácil que es olvidarte.

Ahora que por fin me envuelven los humos de la cordura, he de decirte que sólo deseo que te quemes en el peor de los infiernos, quizá en la indiferencia, en un futuro no muy lejano.

Adiós, tabaco. Hasta nunca.

Manuel González de la Peña. Jerez