Editorial

Humor inflamable

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La ola de indignación que ha recorrido el mundo musulmán y, sobre todo, su desproporcionada respuesta ante la publicación en la prensa occidental de una serie de caricaturas sobre Mahoma deberían servir como claro aviso de la lenta pero imparable radicalización que se está produciendo en esa sociedad. Los creyentes musulmanes heridos por la reproducción de la imagen de su venerado profeta pueden fomentar boicots comerciales, expresar quejas diplomáticas y, desde luego, argumentar racionalmente que caricaturas semejantes no ayudan precisamente a combatir el neofundamentalismo en auge, pero en ningún caso pueden asaltar embajadas o secuestrar europeos. Y sus Gobiernos deberían haber evitado tales excesos. Ha sido penoso, en este orden, ver a los ministros árabes de Interior pedir sanciones contra los periodistas daneses, protegidos por el fuero de una democracia ejemplar que mantiene contra viento y marea la libertad de expresión.

En Occidente, las opiniones de los medios de información y los Gobiernos se han dividido ante tan desafortunado asunto. Lo que era de prever, porque la decisión de difundirlas comportaba, con seguridad, la reprobación de buena parte de los creyentes musulmanes mientras que su no difusión equivalía a una censura inapropiada y, por fortuna, inexistente en nuestra sociedad democrática. Todos los criterios sobre el particular son dignos de atención y, en sus contextos, son incluso inapelables: el primer ministro danés está en el derecho de ejercer sus convicciones cuando dice que no puede, ni quiere, indicar a un periódico lo que debe o no publicar. Pero igualmente ha sido irreprochable el ejercicio de autocontención que, por ejemplo, la casi totalidad de la prensa británica ha hecho, para evidente alivio del Gobierno de Blair.

La libertad de expresión es un derecho, pero el sentido común es un deber. Desde esta óptica es obvio que dibujantes, articulistas o editores no tienen por qué admitir limitación alguna en sus viñetas o sus artículos, salvo las establecidas por las leyes democráticas en sus países, y el profeta Mahoma no tiene por qué ser una excepción ni siquiera en el trazo grueso de su turbante-bomba. Pero haber creído que en la actual coyuntura tal actitud no suscitaría reacciones de fuerte desaprobación entre los creyentes musulmanes ha sido sencillamente una torpeza innecesaria y difícilmente conjugable con el concepto de lo que se entiende por humor. Aunque esa es una cuestión que deberán responderse a sí mismos quienes dieron vía libre a la publicación original de las imágenes.