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VOCES DE LA BAHÍA

Mar de Poniente

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO/
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Si el mar del Campo del Sur gaditano, abierto y libre, no soporta las barreras ni las restricciones, el caletero del poniente -el más piropeado de todos- se siente a gusto encerrado entre murallas, arropado por edificios y defendido por sus dos castillos costeros: el de San Sebastián con su airoso faro -permanente ojo avizor- y el fuerte de Santa Catalina con su austeras celdas -antaño calabozo castrense-: dos fortalezas militares construidas en el siglo XVII que, transformadas hoy en centros culturales, contemplan con agradable sorpresa cómo, en vez de soldados uniformados, cruzan sus patios conferenciantes, pintores, escultores, arquitectos y escritores. Pero los bordes de este tranquilo mar se sienten aún más contentos cuando atraviesan el puente Canal, dejan al descubierto la piedra cuadrá para que allí jueguen al mus o cuando se adentran parsimoniosamente para besar las columnas que sostienen al antiguo balneario de la Palma, ese edificio de singular arquitectura que, si en tiempos pasados fue escuela de flechas navales, hoy es un centro de arqueología subacuática en el que se estudian minuciosamente los restos rescatados de aquellos galeones españoles que iban y venían del Caribe.

Si el mar del Campo del Sur es independiente y arisco, éste, por el contrario, es manso y cariñoso: por eso penetra, con suavidad y con delicadeza, en el interior del barrio y seduce con sus suaves caricias a los viñeros. Él nos recuerda, todavía con pena, cómo, empujado por un maremoto, se desbocó sin poderlo remediar en aquel día fatídico, el uno de noviembre de 1755, festividad de Todos los Santos.

En la bajamar es generoso y descubre sus caprichosas piedras en las que, a pesar del deterioro que han sufrido, se esconden, además de recuerdos de una historia milenaria, cangrejos moros, coñetas, erizos, lapas y burgaíllos; y en sus charcos aún podemos capturar transparentes camarones dispuestos a esmaltar las tortillitas que, si en la posguerra aliviaban el hambre, en la actualidad constituyen uno de los platos típicos que ofrecemos, como si fueran alhajas gastronómicas, a los visitantes y turistas.

Las besuconas aguas de La Caleta -un sitio mágico y hechicero, que guarda perfume de misterio-, carecen de todo afán de notoriedad y son, por el contrario, cariñosas y familiares: acogen cordialmente a los abuelos, a los padres, a los hijos y a los nietos, ofreciéndoles, a falta de lujos y de grandezas, aquel ambiente cordial que antaño reinaba en los patios de vecinos, y facilita espacios tranquilos a las airosas barquillas en las que aún muchos viñeros salen a pescar las tardes soleadas y también a otras que, como la pobre de Lope de Vega, ya envejecidas y rotas, descansan resignadas entre peñascos.

Si él mira de reojo al Hotel Atlántico y a la Escuela de la Marina, disfruta sabiéndose contemplado por El Mora, aquel hospital familiar que hoy es Facultad de Económicas y por el Hospicio, instituto Valcárcel y, posteriormente, Fernando Quiñones, que promete convertirse en un lujoso Hotel de cinco estrellas. Los aires frescos, las festoneadas nubes y los intensos olores de sal que, enviados por las cambiantes mareas, humedecen los cuerpos y empapan las entrañan, explican, según muchos de sus moradores, el ingenio y la gracia de sus letras carnavaleras. Pero, sin duda alguna, el espectáculo más imponente está constituido por las majestuosas e imponentes puestas de sol que manteniendo siempre la intensidad polícroma de los resplandores, cambian permanentemente de tonalidades. El busto que Paco Alba con sus coplas y la estatua de Fernando Quiñones con sus versos lo han convertido en emblema de nuestra cultura popular y en símbolo de su fino sentido del humor.