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JOSÉ JAVIER ESPARZA/
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Daba muchísima pena y embargaba el corazón ver la otra noche a María José Suárez, tan guapa y tan triste, despedirse de la alegre cofradía de Mira quién baila. La han eliminado, mecachis en la mar. Cierto que sus compañeros, entrañables y solidarios, la cubrieron de nata y miel, y no faltó ni siquiera el camarada desaforado que, con las entrañas en la mano, confesaba que María José sería (en condicional) la mujer de su vida. Cuatro millones de españoles fueron testigos.

Anne Igartiburu también estaba tristísima, y hay que reconocer que uno sentía una especie de justa indignación al ver sufrir a una mujer tan hermosa. Cierto que nos colocaron los vídeos de arriesgadas cabriolas que terminaban en el duro suelo o complejos pasos de baile que conducían al coscorrón. Mira quién baila le provoca a uno sentimientos encontrados. En abstracto, es un programa amable, entretenido, decente, donde famosos se lo pasan bien y transmiten eso al espectador. Anne Igartiburu lo borda y acentúa ese carácter de espectáculo familiar. De manera que es difícil hacer reproches, al margen de ese toque de frivolidad que caracteriza a la oferta de entretenimiento de la tele.

Pero si eso es en abstracto, las cosas son distintas en concreto. Porque resulta que Mira quién baila es el programa estrella de la primera cadena pública del país, cadena que lleva casi dos años proclamando su carácter de servicio público y que, además de vivir del dinero ciudadano, ahora va a aumentar sus recursos en nombre de su función social. Y bien: ¿Es Mira quién baila un servicio público? Obviamente, no. De manera que el problema no está tanto en el programa como en el contexto, y no tanto en el contexto como en el discurso. Mira quién baila es el tipo de programa que TVE necesita para sobrevivir en unas condiciones de mercado en competencia, mercado en el que, además, TVE juega con ventaja porque cobra de dos sitios. Esto habla bien de Mira quién baila, pero habla mal de TVE.