COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL

Calle nueva

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Cuando yo nací, la calle Nueva ya no era el Wall Street que decían los libros de historia pero todavía se escuchaba de madrugada el tintineo de las cucharillas del café del Español que tanto sigue echando de menos mi tía. La calle Nueva era el obligado camino de las mujeres para la Fábrica de Tabacos, de los hombres para el dique, de la vida para la niña de balcón que siempre fui y que se levantaba todos los días con las primeras luces para mirar a la calle donde todo pasaba, donde todo tenía su sentido.

La librería Dulcinea que, de tan pequeña, tenía que sacar dos mostradores a la calle y donde descubrí que Le Monde no era el mundo mal escrito. El Mikay, el Novelty, la Caja de Ahorros Urbana nº 2 -posiblemente las primeras palabras que aprendí a leer-. El Pepín de tanto ajetreo en Semana Santa cuando Felipe Campuzano tocaba el piano al paso del Nazareno, de tanto bullicio con las Cigarreras, con la Sentencia, de tanto disloque con el Perdón ya de mañana.

La Camisería Ris donde Pepe el camisero medía la rutina de los vecinos, Modas Loher con los grandes escaparates que se empeñaban en hacer realidad los patrones del Burda, la barbería de Félix -única superviviente entre tanto banco-, la sombrerería donde lo mismo vendían gorros tiroleses que verdugos para echarse al monte, Confecciones Colón con los trajes de comunión más modernos, cortos, beiges, con pamela...

El puesto de periódicos del suelo, agrandado en mi memoria por el efecto amplificador de la memoria, donde los tebeos convivían con las mujeres semidesnudas que anunciaban los años ochenta; el estanco regentado por tres damas siniestras -nunca se supo con claridad el parentesco entre ellas- que vendían los sellos, sobres y papel de cartas que necesitaba mi abuela para aplacar sus ansias epistolares y donde mi hermana con apenas cinco años compraba los Records de mi padre sin que nadie se llevara las manos a la cabeza. La relojería con el gran reloj negro parado siempre en la misma hora y el escaparate lleno de bombones y de muñecos de tarta, el escaparte de La Camelia.

En el balcón siguen muy quietos dos niños mirando a Ramón, al Bombay, al ciego de los cupones, al que pregona la prensa, contando las campanadas del Ayuntamiento, las pitadas del Vapor. Dos niños de la calle Nueva.

La calle Nueva era el río de la vida, de mi vida. No tenía árboles ni alcorques. Ni falta que le hacía.