Los mares de Cádiz
Actualizado:La ciudad de Cádiz está bañada y abrazada por diversos mares que, entrelazados como los lados de un lujoso marco, forman una orla que dota de significados cambiantes a los múltiples elementos del paisaje urbano que encuadra. Las luces, los colores, los olores e, incluso, los sabores de nuestras calles y de nuestras plazas se contagian, en gran medida, de los estados de ánimo por los que atraviesan cada uno de estos mares a lo largo del año, porque, efectivamente, cada uno de ellos está animado de un espíritu propio que les provoca reacciones contradictorias según el trato que reciben de los demás elementos de la naturaleza.
El mar del Campo del Sur, por ejemplo, que es bravío y, a veces, altanero, posee esa bronca desfachatez de los seres primarios, esa espontaneidad ruda que caracteriza a las fieras salvajes, que son nobles mientras están satisfechas, pero que, cuando las molestan con bromas pesadas, se enfurecen y tiran por tierra todo lo que encuentran a su paso. Lo que peor le sientan son los vientos huracanados que proceden de allí abajo, del sur, porque, además de empujarlo contra los bloques y contra las murallas, lo cubren con un denso manto de nubes y le arrojan, de manera desconsiderada, abundantes aguaceros e, incluso, rayos traicioneros y arrogantes truenos.
Durante la primavera es travieso, revoltoso y juguetón; cambia continuamente de colores y adopta esas formas pintureras del adolescente que pretende seducir, pero es durante el verano cuando se muestra más contento y más tranquilo: agazapado, se olvida temporalmente de su omnipotencia y se divierte divirtiendo a los turistas que se pasean por encima de la muralla evocando, quizás, otros malecones de ultramar, más jóvenes y más aventureros. Durante el otoño se adormece; no sabemos si lo hace con la intención de descansar o con el propósito de preparar sus músculos para las peripecias del invierno, porque es durante esta estación en la que muestra sus mejores virtudes y, también, sus peores vicios: el majestuoso esplendor y la generosa grandeza, el incontenible mal genio y el despiadado malhumor. Cuando sopla el punzante y sutil frío del norte, ofrece un rostro apacible que nos invita al paseo sosegado y a la pesca paciente de rutilantes mojarras, pero, cuando ruge el vendaval, pone de manifiesto la rabia contenida que tan bien disimula en las tardes de bonanza. Aunque parece duro e insensible, si le prestamos atención, advertimos que expresa una indisimulada alegría por algunos cambios y cierta nostalgia por algunas ausencias que advierte en su entorno. Se puso muy contento cuando eliminaron aquél maloliente vertedero -«el Lapero»- situado en el baluarte hoy convertido en guardería.
Este mar echa de menos, por ejemplo, los cuadros que el sevillano Esteban Murillo pintó en la Iglesia de Santa Catalina, el alboroto de los enfermos mentales internos en Capuchinos los días de levante, el trasiego nocturno en la lonja de frutas, los golpes de las piedras con las que los niños y los ancianos partían los piñones sobre el borde de la muralla las tardes soleadas y los gorjeos de los pavos en las vísperas de las fiestas navideñas. Sin embargo, muestra su alegría al comprobar cómo van emergiendo restos de edificaciones antiguas como el teatro romano, o cómo se rehabilita la Iglesia Catedral, cómo la cárcel se ha convertido en Palacio de Justicia e, incluso, cuando contempla esas fachadas, no sólo lavadas, sino maquilladas con alegres colores. Este mar es el hábitat privilegiado de las tranquilas y felices gaviotas que, dormidas, pasean al ritmo cambiante de los vientos, y de los astutos y sigilosos gatos que, indiferentes, desafían a la tempestad.