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TRIBUNA

Recuerdos de viento

JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI/JUEZ. GADITANO EN TENERIFE
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«De toda la memoria, sólo vale

el don preclaro de evocar los sueños»

A. Machado



Los niños dejaban de llorar y tornaban a sus juegos; los vecinos abrían las puertas, deshojaban las ventanas, y conversaban y se daban, solícitas y amables, toda clase de explicaciones por las peleas tenidas. Se perdonaban y exclamaban «mujé, las cosas del levante», «las cosas de la vía». Y uno no ha conseguido hasta ahora explicarse esa razón suprema, filosófica y fatalista del pueblo de Cádiz, de señalar «a la vía» -a la vida- como a algo contra lo que no se puede luchar. ¿Ah, las pobres, tristes y resignadas «mujeres de la vida»! O esa frase tremenda, cuando el niño ya es adolescente y se le dice «ya tienes edad para buscarte la vida». Como si la vida fuese un pozo donde hay que excavar, para encontrar un tesoro en su fondo, y acaso, cuando llegas al final, sólo hallas un poco de arena.

Había vuelto la calma. Renacías y te sentías cómo la sangre circulaba por tus venas, y en las sienes te punzaban unos tic-tac, como si el reloj de tu cuerpo hubiese vuelto a caminar. De nuevo la imaginación, el vigor, la pujanza, las ganas de vivir.

Y así estabas una temporadita. Yo no he conocido a nadie que sepa tanto de vientos como los gaditanos. Los huelen, los distinguen, saben cuando van a venir, y hasta te indican como augures, como aurispices que nunca se equivocan, el instante que han de llegar.

La experiencia había hecho a Cádiz fijarse en cualquier detalle para saber que el levante se aproximaba. Solían salir en formación, a pasear, los seminaristas, creo recordar que los jueves. Filas largas y serias de jóvenes barbilampiños, de mirada baja y cortos pasos originados por la sotana. Chiquillos inquietos, delante, con la alegría y la travesura contenidas, por un internado de disciplina y orden. Iban a pasear, o a jugar al futbol en lugares apartados.

Pero yo no sé por qué esa salida de los seminaristas era para los gaditanos señal indeleble que el levante estaba cerca, y se oía por las callejuelas más escondidas, o por las calles más céntricas, por todas partes: «ojú, mañana, levante». Porque el viernes era el día preferido para que estallase el viento, que ya había anunciado su llegada, con aquellos involuntarios mensajeros, con bonetes y vestimenta con colores roji-negros. Y por los barrios de toda la ciudad la gente estaba al linquidoi.

Posiblemente sería casualidad, pero al día siguiente ya llegaba. Era un ciclo periódico, como una noria que iba y venía con sus eternos cangilones; y otra vez a empezar.

Desde la isla, sosegada y tranquila, donde el alisio reina, en esta hora de mi jubilación, te recuerdo, Viento del Este gaditano, que vienes a mí, ardiente y desvelado, quemando aquella niñez y juventud mías. Y estoy seguro de que esta tarde llevarás sus cenizas, para dejarlas caer por las murallas de la Alameda.