PAGO DEL HUMO

Cádiz en la Feria Internacional

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Sería Juan Ramón Jiménez quien dijo, y si no la posteridad se lo atribuiría, que el primero que comparó las perlas con los dientes (con ciertos dientes, se supone) era un poeta, y el segundo un imbécil, un vulgar mostrenco, o poco más o menos. Los devotos de los tópicos, ya se sabe, abundan en todas partes y en torno a Cádiz, como es obvio, no se iban a privar. Pensemos desde aquí en un modelo metafórico de cualquier otra ciudad, aunque Cádiz, por suerte, sea precisamente ella misma, tan característica y tan inconfundible, y no otra alguna. Hoy (una metáfora temporal más) Cádiz está de moda y, entre otras cosas, por su inclusión provincial y local en ese repelente acrónimo que llaman propiamente Fitur, como si ya quedase alguna posibilidad de feria que no fuera turística. ¿No sería mejor valorar otras fuentes de riqueza más constructivas o creativas? Además de tratar de vender siempre los inevitables rasgos decantados por el tiempo, ¿no sería más lucido pensar en otro humanismo del presente y el futuro? ¿Hasta cuándo vamos a seguir meciéndonos en la cuna de la libertad, invocando al milenarismo fenicio, comulgando con el monoteísmo de la mercantilizada memoria?

Hablar de la belleza y el orgullo fundidos requiere otros fustes. De la idiosincrasia abierta y el ritmo luminoso, otras reflexiones más ambiciosas y sinceras. Por qué no reclamar lo que falta (no sólo aquí, ya se ha dicho), en vez de subrayar una vez y otra el encanto supuesto y la inercia del halago ajeno. Tanta cultura y tanto lugar emblemático en las plagiadas jergas políticas, ¿adónde van? ¿Son como los deficitarios visitantes, cuyo número crece mal porque Cádiz no es paso para ninguna parte? ¿La pobreza y el mar son los actantes que han preservado el núcleo histórico de la ciudad y han cercado su encanto? Para ese viaje sin sustancia no necesitábamos alforjas.

La gracia de Cádiz se debe sobre todo a la casualidad geográfica, que sigue siendo actual, y al pulso diario de sus calles, que también lo es. Hay un orgullo humilde y una naturalidad que nada tienen que ver con el pasado ni con la cacareada cultura popular. El pueblo es respetuoso y limitado, no sabe lo que está esperando. Querría vivir mejor, pero teme renunciar a lo que tiene. No ve cómo recrear la ciudad con una concepción nueva, no encuentra las razones de la disciplina a que obliga cualquier conocimiento. Falta riesgo y desarraigo, falta salir y proyectar a la distancia, falta una educación exigente y falta una madura libertad, faltan motivos para creer en la guía establecida y en la representación.

Los políticos pagan su precio demagógico porque es lo que corresponde a su precaria filosofía, a su alicorto interés. Van a la zaga de las imágenes y casi nunca las crean. Son capaces de cualquier pacto contra sus propios orígenes, de hacer valer en presencia o ausencia cualquier contradicción. Pero los ciudadanos no tienen por qué ser esbirros de las especies sueltas y las supercherías. No deben perder el derecho a sufrir con dignidad los cambios imprescindibles para una vida más modelada y más personal, para ver una ciudad no vendida ni museística y sí reinventada sin menoscabo de su valor. Todo eso es posible y es lo único que debería ser objeto de interés, pero por el momento se sitúa en la cara oculta de la luna. Hay que empezar por saber, junto a muchos otros desencantos, que no es una apuesta en lo que consiste la existencia, que toda gastronomía es tautológicamente gastronómica, que la historia no nos salva de nada, que aquí ya no puede florecer Florencia y que también el clima de Estocolmo es maravilloso.