Artículos

Un acuerdo centrista

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El interminable y pintoresco proceso de elaboración del Estatuto, guiado por las iluminaciones de Maragall y los extremismos de Carod Rovira, ha producido un gran desgaste al Gobierno de Zapatero y ha facilitado la dura labor de oposición planteada por Rajoy, en una estrategia radical evidentemente arriesgada y de resultados, hasta ahora poco fecundos. En consecuencia, es incuestionable que la consecución de un acuerdo beneficia objetivamente al Gobierno y a la formación mayoritaria que lo sostiene.

Con independencia de que Zapatero, estando aún en la oposición y con escasas posibilidades teóricas de llegar al gobierno, prometiera solemnemente un nuevo estatuto durante la campaña electoral de las elecciones autonómicas catalanas de finales del 2003, es cierto y constatable que el PSOE llevaba en su programa electoral previo a las generales del 14-M la reforma territorial que habría de dar lugar a un nuevo desarrollo del Estado de las autonomías. En consecuencia, el encaminamiento de este designio, el más relevante de la legislatura, acredita cuando menos la capacidad de Zapatero de cumplir sus promesas. No cabe duda de que si el proceso general de reforma estatutaria llega a buen puerto, la mayoría socialista habrá conseguido un gran activo de credibilidad y prestigio con vistas a las elecciones del 2008.

Por añadidura, el pacto finalmente logrado contiene otros elementos estabilizadores de indudable valor: la ciudadanía española ve con alivio cómo el nacionalismo catalán no se ha echado al monte como se temía: continúa siendo realista, decidido a no crear problemas insolubles al Estado y a no amenazar la estabilidad de este país con veleidades soberanistas. De hecho, no sólo ha renunciado al término nación, un asunto a fin de cuentas retórico y poco relevante, sino que también ha renunciado a disfrutar de una singularidad financiera semejante a la que la Constitución otorga a los territorios forales.

Podría decirse, pues, que con ese pacto, que tiene explícitas pretensiones de mantenerse dentro del ámbito de constitucionalidad, los negociadores del Estatuto, que acaban de realizar un gran esfuerzo de razón y sentido común, han invadido aparatosamente el centro político. Desplazando de él a Esquerra Republicana y, todavía más, al PP, que no ha tenido otra ocurrencia que descalificar sin contemplaciones al moderado Piqué, un político de valía que está realizando una tarea heroica en Cataluña.

En buena lógica, el PP debería llegar a la conclusión de que, tras el pacífico y moderado acuerdo ya conseguido por los principales negociadores de la reforma, no tiene más remedio que participar en el debate parlamentario que se avecina. El PP pudo jugar a romper la baraja mientras la reforma estatutaria circulaba por los cerros de Úbeda de la utopía soberanista, pero aquel discurso ya no es sostenible. Porque, como es evidente, el sistema de financiación de que se beneficien los catalanes será el que la futura versión de la LOFCA establezca para las quince comunidades de régimen general, y es impensable que las comunidades del PP puedan resistirse a un planteamiento que les transfiere mayores recursos y refuerza su autogobierno. El futuro de los fondos de compensación no ha quedado aún bien delimitado y la promesa de que se reparará en siete años la deuda histórica en infraestructuras acumulada por Cataluña durante la última década contiene ingredientes polémicos que habrá que aclarar, pero, precisamente por ello, es necesario que el PP participe en la inevitable discusión.

En definitiva, el PP no tendrá probablemente más remedio que hacer valer su fuerza para influir constructivamente en la redacción final del Estatuto, para asegurar la constitucionalidad del texto, para garantizar la plena simetría del modelo.