El primer mando a distancia
Hace un siglo, el ingeniero santanderino Leonardo Torres Quevedo probaba en la ría de Bilbao un aparato que ordenaba movimientos mecánicos por control remoto a una barca
Actualizado:Una señal, marcha avance a pequeña velocidad. Tres señales, dirección rectilínea. Seis, pequeño viraje a la derecha. Siete, hacia la izquierda. Con trece, la bandera hará movimientos de saludo y cortesía a la entrada y salida del puerto. Y así, hasta 19 posibles movimientos. «¿Qué asombro produjo en la ría de Bilbao ver por primera vez en el mundo un barco sin tripulación gobernado maravillosamente desde tierra!», escribía un técnico industrial de la época sobre el ingenio que Leonardo Torres Quevedo (1852-1936) presentaba en el Abra de Bilbao. Aquel día, un siglo atrás, se señaló al ingeniero como el fundador de la telemecánica científica.
Él llamó a su descubrimiento translator de movimientos: sus coetáneos lo simplificaron en telekino (del griego teles y kino, que significan a lo lejos, a distancia y fuerza, movimiento). Hoy lo llamaríamos mando a distancia. El primero de la historia. Ese cetro del ámbito doméstico. El mismo que, con sólo accionar un botón, soluciona muchas cosas desde el sofá, se inventó en España. Ahora tenemos mandos para la tele, para el canal satélite, para el equipo de música, el DVD, la videocámara, el aire acondicionado «Aquél primero fue obra de mi abuelo», proclama el nieto del inventor, quien ha heredado su nombre y sus apellidos. Afincado en Madrid y también ingeniero de profesión. «He hecho muchas carreteras, pero no he inventado nada», bromea.
Con mimo conserva el legado del abuelo que poco llegó a conocer, pero que tanto dio que hablar. «Para un niño como yo no era fácil darse cuenta de todo aquello. Yo veía que mi abuelo estaba metido en papeles y tenía muchos cacharros», evoca. De su personalidad han hablado otros, como el técnico industrial Marcos López del Castillo, que dejó escrito: «Su fuerte personalidad le llevaba por el camino de sus aficiones, hasta el punto de abandonar su carrera para dedicarse a la construcción de sus inventos».
Planos, artículos, maquetas, documentos, patentes -cuyo plazo expiró hace décadas- y algunas calculadoras y máquinas algebraicas de inusitadas dimensiones y extraño diseño que resuelven complicadas ecuaciones a la perfección, se agolpan en el despacho del nieto, con algo de bazar náufrago y algo de oficina de objetos perdidos.
El bote 'Vizcaya'
Hay también artículos que hablan del gran día en que el mando a distancia vio la luz. Relatan que las pruebas que tuvieron lugar en Bilbao consistían en dar al bote eléctrico Vizcaya una dirección determinada hasta el centro de la desembocadura de la ría. Obligarle a obedecer las indicaciones de marcha que se le transmitían desde la estación transmisora, instalada en el Club Marítimo del Abra. Hacerle virar, pararse, marchar hacia atrás. «La embarcación maniobró con precisión matemática a distancias que pasaron algo más de dos kilómetros de la estación transmisora donde estaba Torres Quevedo», describen.
El inventor se había presentado aquella mañana provisto de un estuche, donde guardaba «la caja», provista de una hélice y un timón. El 'truco', el secreto del éxito, la causa de sus desvelos, lo conocían sus colaboradores más cercanos: los movimientos podían ser dirigidos a cierta distancia por medio de la telegrafía sin hilos y la creación de un código que una estación transmisora era capaz de interpretar. Recibió «felicitaciones calurosas» al término de la demostración, incluidas, según los cronistas de la época, las del rey Alfonso XIII.
Pionero fue igualmente en construir un autómata ajedrecista, el primer jugador de ajedrez automático del mundo; que, básicamente, es un ordenador capaz de procesar información a través de estímulos eléctricos controlados mediante relés y actuar en consecuencia. Por ello, también se le ha considerado el padre de la informática actual. Otro hallazgo único: el aritmómetro electromecánico, un aparato que suma, resta, multiplica y divide, dirigido a distancia por medio de una máquina de escribir ordinaria. Se lograba, por primera vez, la memoria artificial.
Torres Quevedo también amaba la aeronáutica y se las ingenió para construir el primer globo dirigible semirrígido. Compró la patente la casa francesa Astra. El dirigible Astra-Torres luchó en la Primera Guerra Mundial contra los Zeppelin alemanes (de armazón metálico). A diferencia de éstos, los dirigibles de Torres Quevedo no tenían armazón rígido, eran más rápidos y versátiles. Podían ser deshinchados y reducir su volumen a la mínima expresión para el transporte o maniobra en tierra, mientras en el aire resistían mejor los golpes. Dentro tenían una armadura flexible formada por telas o cuerdas que se mantenían tirantes por efecto de la presión del gas, lo que impedía que el globo se deformara.
Era un hombre ávido de estudio. Había nacido en Santa Cruz, en el Valle de Iguña, Cantabria. Sus progenitores -Valentina Quevedo de la Maza, «de quien el inventor heredó la austeridad castellana y el amor por las montañas», y Luis Torres Vildósolo y Urquijo, «quien le transmitió el rigor científico y la pasión por las matemáticas», indica el profesor Antonio Pérez Yuste, de la Universidad Politécnica de Madrid- vivían en Bilbao, pero quisieron que el bebé naciera en la aldea natal de la madre, en las montañas de Santander. Luego volvieron a la capital vizcaína, donde el niño cursó hasta el bachillerato.
Cuando su familia decide el traslado a Madrid, Leonardo opta por quedarse en Bilbao con unos parientes, «las señoritas Barrenechea», quienes, al morir, le legan toda su fortuna, lo que le permitirá no tener que preocuparse por una de las facetas más críticas en la vida de todo investigador: la propia supervivencia. Gracias a ello goza además de una libertad de trabajo y pensamiento que le permite prescindir de las instituciones e indagar en cada momento en lo que le apetece. En palabras del propio Leonardo: «Pensar en mis cosas».
Cataratas del Niágara
Entre otras, tiene tiempo para conocer a una chica, casarse y engendrar ocho vástagos. La pareja se establece en Portolín (Cantabria). Allí comenzará la construcción de sus transbordadores aéreos. En un primer intento, salva una altura de 40 metros y utiliza como motor dos vacas. Irá mejorando. En 1916 gana el concurso internacional para la construcción de un transbordador sobre las cataratas del Niágara, entre EE UU y Canadá, con capacidad para 24 pasajeros sentados y 21 de pie. Hoy en día todavía funciona el Spanish Niagara Aerocar. En sus 90 años de funcionamiento, no ha tenido ningún accidente. Hizo otro teleférico, el del Monte Ulía de San Sebastián, ya desaparecido.
Con tanto invento, se le acumularon los reconocimientos y los méritos. Torres Quevedo simultaneaba estudios matemáticos, físicos y técnicos con tertulias culturales. Acostumbraba a elaborar descripciones detalladas de sus aparatos y una memoria de sus múltiples patentes. Cierto es que le salieron imitadores. Dotado de una «sencillez y bondad personales», él nunca los llamó así. «Lo que yo invento cualquiera puede hacerlo», solía decir. «Sólo reclamaba el honor de ser el primero», explica su nieto. Las enciclopedias le recuerdan hoy como «el más genial de los inventores españoles de todos los tiempos».